El panorama financiero de América Latina está experimentando una profunda transformación impulsada por el auge de las empresas de tecnología financiera, conocidas como fintech. En un contexto donde el acceso al crédito tradicional es notoriamente difícil para una gran parte de la población, especialmente en economías con alta inestabilidad, la propuesta de valor de estas plataformas es innegable: otorgar facilidades de compra y financiamiento de manera ágil y con menos trabas burocráticas que la banca clásica. 

En teoría, este escenario parece ser una situación donde todas las partes ganan. El consumidor obtiene poder adquisitivo, el comercio aumenta sus ventas y la fintech genera ganancias. No obstante, al ceder una porción significativa del control del consumo y del crédito a un único actor digital o a un grupo pequeño y no tradicional, se gesta un peligroso monocultivo financiero.

La democratización del crédito es la bandera de estas compañías, y su éxito en mercados con profunda exclusión bancaria lo atestigua. Por ejemplo, en países como Venezuela, donde el crédito de consumo formal prácticamente desapareció, la aparición de plataformas que permiten a millones de personas adquirir bienes a plazos sin intereses inmediatos ha sido un fenómeno económico notable. Se reporta que solo una de estas empresas está moviendo una porción muy significativa de la actividad económica interna del país, un porcentaje que en otras circunstancias sería gestionado por un conjunto de instituciones bancarias establecidas. Que una entidad no bancaria alcance tal influencia es, por un lado, una muestra de innovación y necesidad satisfecha, pero por otro, un motivo de seria preocupación si no existen los mecanismos de previsión y garantía equivalentes a los que rigen a los bancos.

El riesgo de dependencia se manifiesta de diversas maneras. Si una única fintech o un puñado de ellas concentran el crédito de consumo, cualquier problema interno o externo que las afecte puede tener un impacto desproporcionado en el flujo comercial de un país. Pensemos en el escenario de un aumento repentino en la tasa de incumplimiento de pago. Este es un riesgo inherente al otorgamiento de crédito, pero si la cartera de préstamos de la fintech es demasiado grande y los impagos escalan, podría surgir un problema grave de liquidez que paralice su operación.

El efecto dominó se sentiría de inmediato: los comercios afiliados verían una caída abrupta en sus ventas financiadas, y los consumidores que dependen de esa herramienta para sus compras se quedarían sin acceso al crédito, lo que podría contraer el consumo general de forma acelerada. Esto es un riesgo sistémico que tradicionalmente ha sido mitigado por la diversificación de las instituciones financieras y por las estrictas regulaciones impuestas a la banca para asegurar su solvencia y liquidez.

La regulación para estas empresas emergentes es un debate pendiente y urgente. Mientras que los bancos operan bajo un entramado normativo robusto diseñado a lo largo de décadas para proteger a los depositantes y la estabilidad económica, las fintech a menudo se encuentran en una zona gris o con regulaciones aún incipientes. Es crucial que los reguladores entiendan la naturaleza y el alcance de estas operaciones. No se trata de sofocar la innovación, sino de garantizar que el crecimiento no venga acompañado de una fragilidad estructural.

El marco debe enfocarse en varios pilares: la solidez financiera de la fintech, exigiendo capitales de respaldo proporcionales a su nivel de riesgo y actividad; la transparencia total en las tasas de interés y condiciones de crédito, pues la facilidad de acceso no debe esconder costos excesivos o prácticas predatorias; y la protección de los datos del consumidor. Estas empresas manejan enormes volúmenes de información personal y de consumo que, en caso de una brecha de seguridad o mal uso, podría generar consecuencias serias para millones de usuarios. La falta de experiencia de estas empresas en gestionar un ciclo económico adverso a gran escala las hace particularmente vulnerables. Un banco tradicional ha visto crisis y ha sido forzado a crear provisiones para las épocas de sequía, una lección que una entidad financiera no bancaria podría aprender de la forma más dolorosa y costosa.

Otro punto de fricción es la asimetría de poder que se establece entre el usuario y la plataforma. Las fintech basan su modelo en algoritmos y en el análisis masivo de datos para evaluar el riesgo crediticio de forma instantánea. Si bien esto acelera el proceso, también crea una caja negra en la toma de decisiones. El consumidor no tiene visibilidad sobre cómo se le asigna un cupo de crédito, cómo se fijan las condiciones, o por qué se le niega el servicio.

Esta falta de transparencia, sumada al poder monopólico digital que podría alcanzar una única plataforma dominante, limita la capacidad del consumidor para negociar o buscar alternativas. La fidelidad se impone por la conveniencia y la falta de opciones, no por la competitividad de las condiciones. Al final, se puede estar reemplazando un oligopolio bancario tradicional por un monopolio tecnológico con una regulación menor, lo que podría traducirse en el largo plazo en prácticas que no favorecen al usuario, sino a la acumulación de poder de mercado. Esto no es un simple cambio de fachada; es un reordenamiento del poder financiero a través de la tecnología, y se debe vigilar para que este poder sea ejercido con responsabilidad y con miras al bienestar colectivo.

No obstante, una mirada puramente crítica corre el riesgo de subestimar la capacidad de resiliencia y adaptación que estas empresas están demostrando. La necesidad de un marco regulatorio no debe confundirse con la intención de detener el progreso. De hecho, la existencia misma de estas plataformas está ejerciendo una presión inmensa sobre la banca tradicional para que modernice sus procesos y haga sus servicios más accesibles. El verdadero desafío para los reguladores no es cómo detener a estas empresas, sino cómo integrarlas al sistema financiero de manera segura.

Podríamos argumentar que la alta exposición de estas plataformas a los riesgos del mercado es también su principal incentivo para la autorregulación y la gestión de riesgos prudente. La banca tradicional ha tenido históricamente el respaldo implícito del Estado o de los bancos centrales, una red de seguridad que a menudo genera una moral de riesgo excesivo. En cambio, una fintech que no cuenta con un salvavidas de esa magnitud se ve forzada a ser extremadamente eficiente y rigurosa en su evaluación de riesgo, pues su supervivencia depende directamente de la salud de su cartera. El riesgo de quebrar, por grande que sea, es también el motor de una gestión de capital más cautelosa y orientada al valor real, lo que podría, a largo plazo, resultar en un sistema financiero que, aunque menos uniforme, es más dinámico y con una mejor asignación de capital en función del riesgo real y no de las garantías estatales.

El camino hacia una mayor inclusión financiera está lleno de estas tensiones entre innovación y estabilidad. La clave es encontrar un punto de equilibrio donde la facilidad de acceso al crédito no comprometa la salud del sistema económico en su conjunto.

Aclaración: La información y/u opiniones emitidas en este artículo no representan necesariamente los puntos de vista o la línea editorial de Cointelegraph. La información aquí expuesta no debe ser tomada como consejo financiero o recomendación de inversión. Toda inversión y movimiento comercial implican riesgos y es responsabilidad de cada persona hacer su debida investigación antes de tomar una decisión de inversión.