El auge de las tecnologías financieras, o Fintech, ha transformado el panorama económico de América Latina, prometiendo una mayor inclusión y eficiencia. Sin embargo, este crecimiento exponencial presenta a los gobiernos de la región un dilema regulatorio de gran envergadura: cómo diseñar marcos legales que permitan florecer la innovación sin socavar la estabilidad del sistema financiero tradicional.
El éxito inicial de las empresas Fintech se ha cimentado, en gran medida, en la agilidad y la flexibilidad que les proporciona operar con una regulación menos estricta que la impuesta a la banca establecida. Esta menor carga normativa les permite innovar rápidamente, ofrecer productos y servicios financieros de manera más eficiente y, crucialmente, alcanzar a poblaciones que históricamente han estado desatendidas por las instituciones financieras convencionales. Desde pagos móviles hasta plataformas de préstamo entre pares y herramientas de gestión patrimonial, las soluciones Fintech suelen ser más accesibles y rápidas.
Esta misma laxitud regulatoria es, paradójicamente, su principal fuente de riesgo. Al operar con menos requisitos de capital, menor supervisión en materia de prevención de lavado de dinero o estándares de ciberseguridad menos rigurosos, el riesgo asociado a estas operaciones aumenta. Este riesgo no es un asunto puramente interno de las empresas de tecnología financiera. La realidad es que, a pesar de su promesa de disrupción, la mayoría de las Fintech aún dependen de la infraestructura del sistema bancario tradicional para funciones esenciales, como la liquidación de transacciones, la custodia de fondos y el acceso a los sistemas de pago nacionales.
La interconexión de las tecnologías financieras con los bancos es profunda. Si una gran Fintech que maneja un volumen considerable de transacciones o clientes llegará a experimentar un fallo operativo o financiero grave, el contagio podría extenderse al sistema bancario. Los bancos tradicionales, al servir de puente o partner para muchas de estas empresas, quedan expuestos de manera indirecta. Por lo tanto, el riesgo que asume el sector de la tecnología financiera es, en última instancia, un riesgo que puede comprometer la seguridad y la confianza en el conjunto de la economía.
Los gobiernos y los entes de supervisión financiera en la región se encuentran en una posición delicada. Su principal objetivo es salvaguardar los ahorros del público y mantener la solidez del sistema. No obstante, tienen también el mandato de fomentar el desarrollo económico y la inclusión financiera.
Si la regulación es demasiado restrictiva y se limita a replicar las reglas del juego de la banca tradicional, se corre el peligro de sofocar la innovació.n Esto negaría a la población los beneficios de la eficiencia y la reducción de costos que ofrecen las nuevas tecnologías, y mantendría la brecha de la inclusión. Si, por el contrario, la regulación es excesivamente permisiva, la posibilidad de crisis financieras, fraudes o fallos sistémicos aumenta significativamente.
El camino que se está explorando es el de la regulación proporcional y basada en el riesgo. Esto implica no imponer el mismo conjunto de reglas a una pequeña empresa de pagos que a un banco de importancia sistémica. Se busca crear “cajones de arena” regulatorios (sandbox), espacios controlados donde las empresas pueden probar sus innovaciones con clientes reales, pero bajo una supervisión adaptada y por un tiempo limitado. Esto permite a los reguladores entender los riesgos de una nueva tecnología antes de dar luz verde a su operación a gran escala.
La clave del equilibrio reside en identificar las funciones y los riesgos. Las tecnologías financieras que manejan depósitos o que realizan actividades crediticias que podrían afectar a un gran número de personas deben ser sometidas a un escrutinio más intenso, similar al de un banco, en aspectos como la protección del consumidor, la gobernanza y la solvencia. Aquellas que se centran en la automatización de procesos internos o en servicios de información financiera podrían requerir una supervisión más liviana.
Un aspecto central del dilema es la protección del usuario. En el entorno digital, la rapidez y la complejidad de los productos pueden dificultar que el cliente comprenda plenamente los términos y condiciones, así como los riesgos que está asumiendo. Los reguladores deben asegurar que exista transparencia en la divulgación de información, mecanismos efectivos para la resolución de conflictos y garantías de que los datos personales están protegidos de manera adecuada.
El tema de la ciberseguridad también ocupa un lugar preponderante. Una mayor digitalización de los servicios financieros implica una superficie de ataque más amplia para los hackers. Es imperativo que tanto las entidades de tecnología financiera como los bancos tradicionales inviertan continuamente en robustas defensas tecnológicas, y que los marcos regulatorios establezcan estándares mínimos de resiliencia operativa.
La regulación no debe ser vista como una camisa de fuerza, sino como un catalizador para el crecimiento sostenible. Un marco regulatorio claro, predecible y que distinga entre los distintos tipos de entidades reduce la incertidumbre para los inversores y promueve la competencia leal. Además, al exigir ciertos estándares de seguridad y compliance, la regulación puede aumentar la confianza del público, lo cual es esencial para la adopción masiva de los servicios financieros digitales.
En lugar de imponer una estructura rígida, los gobiernos latinoamericanos se están moviendo hacia un modelo de supervisión adaptable que puede evolucionar al mismo ritmo que la tecnología. Esto implica una comunicación constante entre los reguladores, el sector financiero tradicional y los innovadores de tecnología financiera. La meta no es mantener el statu quo, sino guiar la transformación hacia un sistema más inclusivo y robusto para toda la región.
A pesar del riesgo de desestabilización que la regulación laxa de la tecnología financiera podría generar, y de la necesidad imperiosa de proteger al sistema bancario de efectos secundarios, es igualmente plausible argumentar que, al exigir estándares de eficiencia y foco en el cliente radicalmente superiores, el crecimiento de la tecnología financiera podría terminar por fortalecer a la banca tradicional. La competencia generada por estos nuevos actores obliga a los bancos a acelerar su propia modernización y digitalización. Esta presión competitiva puede forzar a las instituciones tradicionales a invertir en mejores sistemas de gestión de riesgo, a optimizar sus procesos y a reducir sus altos costos operativos, lo que a la larga resultaría en un sistema financiero en su conjunto más eficiente y mejor preparado para enfrentar choques futuros, superando su inercia histórica y mejorando la experiencia global del usuario financiero en la región.
Aclaración: La información y/u opiniones emitidas en este artículo no representan necesariamente los puntos de vista o la línea editorial de Cointelegraph. La información aquí expuesta no debe ser tomada como consejo financiero o recomendación de inversión. Toda inversión y movimiento comercial implican riesgos y es responsabilidad de cada persona hacer su debida investigación antes de tomar una decisión de inversión.
