La comprensión popular de la economía suele centrarse en el dinero como un ente aislado. En el ecosistema de los activos digitales y las finanzas tradicionales, se debate intensamente sobre la escasez, la emisión y el control bancario. Sin embargo, existe una verdad fundamental que suele quedar sepultada bajo tecnicismos: el valor de cualquier moneda no reside en su escasez absoluta, sino en su poder adquisitivo respecto a la canasta de bienes y servicios disponibles en el mercado. Para entender la inflación de manera profunda, debemos desplazar la mirada desde el billete o el código digital hacia el estante del supermercado y la fábrica.
El dinero, en su esencia más pura, funciona como un sistema de contabilidad para el intercambio de valor humano. No tiene utilidad por sí mismo si no existe algo tangible que comprar con él. Esta es la primera pieza del rompecabezas que muchos entusiastas de las finanzas olvidan. A menudo se critica a las monedas fiduciarias por su capacidad de emisión discrecional y potencialmente infinita, pero rara vez se analiza que la contraparte del dinero, que son los bienes y servicios, también posee una naturaleza de emisión discrecional y potencialmente infinita dependiendo de la capacidad técnica y el esfuerzo de la sociedad.
El equilibrio económico ideal se encuentra en una relación de espejo. Si la producción de bienes aumenta de forma proporcional a la base monetaria, la inflación no aparece. El fenómeno del aumento de precios surge cuando hay un divorcio entre estas dos variables. El problema real del dinero emitido por los bancos centrales no es necesariamente su abundancia, sino que dicha emisión suele desconectarse de la productividad real. Cuando se imprime dinero sin que exista un respaldo en la creación de nuevos servicios o productos, se produce una dilución del valor del esfuerzo humano que ya fue realizado y almacenado en forma de ahorro. Es, en términos sencillos, una forma de repartir el mismo pastel entre más invitados, lo que resulta en porciones cada vez más pequeñas para todos.
Dentro del ecosistema de las criptomonedas, existe una tendencia a idolatrar la escasez matemática. Se habla de un límite infranqueable de unidades como la solución definitiva a todos los males económicos. No obstante, esta visión ignora el componente productivo. Si la economía física colapsara y la producción de bienes básicos se detuviera, ese dinero considerado duro carecería de utilidad práctica. Un registro contable, por muy inmutable y escaso que sea, resulta irrelevante si no hay valor real producido para intercambiar. La estabilidad de una sociedad no nace de la rigidez de su moneda, sino del equilibrio dinámico entre la masa monetaria y el flujo de producción constante.
La inflación se presenta entonces como una paradoja fascinante. Por un lado, es el síntoma de una economía que late, que tiene actividad y donde el dinero circula. Por otro lado, representa el veneno que puede destruir el tejido social si se sale de control. Existe una visión extendida en la banca central que sostiene que una inflación moderada actúa como el aceite en los engranajes de un motor. Bajo esta lógica, el hecho de que los precios suban ligeramente incentiva el consumo presente. Si el consumidor sabe que un producto será un poco más caro el próximo mes, se siente motivado a realizar la compra hoy mismo. Esto mantiene la demanda activa y evita el estancamiento económico que tanto temen los planificadores financieros.
Sin embargo, esta misma mecánica encierra una contradicción dolorosa. Mientras ese pequeño aumento de precios mantiene la maquinaria en movimiento, castiga de forma sistemática al ahorrador. El individuo que decidió postergar su consumo y guardar el fruto de su trabajo ve cómo su esfuerzo pasado se erosiona día tras día. Por el contrario, este sistema beneficia al deudor. Quien pide prestado hoy devolverá ese capital en el futuro con un dinero que tiene menos poder adquisitivo, lo que efectivamente licúa su deuda. Por esta razón, la inflación es descrita frecuentemente como un impuesto invisible. Es una herramienta que redistribuye la riqueza desde quienes tienen excedentes líquidos hacia quienes tienen deudas o activos productivos, todo esto sin necesidad de pasar por una legislación formal. En un entorno inflacionario, el dinero quema en las manos; la única forma de protegerse es transformándolo rápidamente en algo que produzca o en activos tangibles.
El miedo a la inflación suele llevarnos a desear el escenario opuesto: la deflación. A primera vista, la idea de que los precios bajen constantemente parece un sueño para cualquier consumidor. Sin embargo, en el marco del sistema económico actual, la deflación representa una trampa mortal de la que es muy difícil escapar. Si el dinero gana valor con el simple paso del tiempo, el incentivo para gastar desaparece. ¿Por qué comprar una herramienta o contratar un servicio hoy si mañana será más barato?
Cuando la sociedad decide que el dinero es más valioso que el intercambio, el consumo se detiene. Las empresas, al no vender sus productos, se ven obligadas a reducir costos, lo que generalmente se traduce en despidos masivos. Con menos personas empleadas, el consumo cae todavía más, creando un ciclo de retroalimentación negativa. Además, en un entorno deflacionario, las deudas se vuelven impagables porque el valor real de lo que se debe aumenta cada día, mientras que los ingresos de las personas y las empresas tienden a bajar. La maquinaria económica se detiene por completo. La deflación termina siendo el castigo que el sistema impone por preferir el acaparamiento pasivo de moneda por encima del intercambio activo y la inversión productiva.
Llegados a este punto, es necesario analizar el papel de la moneda como un lenguaje de comunicación. El precio es la señal que nos indica qué es escaso y qué es abundante. Cuando la inflación es alta y errática, las señales se vuelven ruidosas y confusas. Los productores no saben si el aumento de precio de su materia prima se debe a una escasez real o simplemente a la devaluación de la moneda. Esta incertidumbre paraliza la planificación a largo plazo. Sin una unidad de cuenta estable, es imposible calcular la rentabilidad de un proyecto que tardará años en completarse. Por tanto, la inflación no solo afecta el bolsillo, sino que daña la capacidad de una sociedad para construir futuro.
Ahora bien, en ciertos contextos de desarrollo, una expansión controlada de la moneda puede ser el motor que permita financiar saltos tecnológicos que, de otro modo, serían imposibles bajo un sistema de escasez rígida. Si una sociedad identifica una oportunidad de producción masiva que aún no existe, el crédito y la emisión pueden actuar como un puente que adelanta el futuro. Si esa nueva producción se materializa con éxito, el aumento de la oferta de bienes termina compensando la emisión inicial, logrando un progreso que una moneda excesivamente dura podría haber frenado por falta de liquidez.
En este sentido, la flexibilidad monetaria no siempre es un fraude, sino que puede ser una apuesta colectiva por la capacidad creativa del mañana, siempre y cuando el compromiso con la productividad real se mantenga como el norte de la política económica.
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