Prestar dinero no es fácil. Tarde o temprano, se termina siendo el villano. Si rechazamos una solicitud, somos malos porque de pronto nos ven como excluyentes. De cierto modo, las personas o entidades en busca de financiamiento sienten que tienen el derecho a que se les preste dinero de la manera más conveniente posible para ellos. Si otorgamos el préstamo, no somos ningún héroe. Pero en el momento del cobro… el pago se siente como una obligación, una carga impuesta. Los bancos tienen tan mala fama en gran parte por esta dinámica compleja que se da entre prestatario y prestamista. Esto no es nuevo.

Ahora bien, con demasiada frecuencia se nos olvida que el Fondo Monetario Internacional (FMI) es, fundamentalmente, un prestamista. Los países acuden a la organización en busca de financiamiento cuando enfrentan dificultades económicas. Lo que implica, en su esencia, que es un acto voluntario. Y para obtener ese financiamiento, es lógico que haya que cumplir con ciertos requisitos. Es obvio que la organización quiere asegurarse, o mejor dicho, garantizar que le pagarán el dinero de vuelta.

Desde esta perspectiva, resulta bastante comprensible que el FMI adopte una postura conservadora y desaliente inversiones que considera muy riesgosas o volátiles para sus prestatarios. Ellos quieren su dinero de vuelta, con los intereses acordados, para poder seguir cumpliendo su rol en la economía global. Imaginen el caos si el FMI comenzara a perder fondos de manera sistemática por decisiones financieras imprudentes de sus deudores.

Aquí es donde entra en juego Bitcoin, y en general, el mundo de las criptomonedas. Para una institución como el FMI, acostumbrada a analizar balances de bancos centrales, flujos de caja de gobiernos y proyecciones macroeconómicas basadas en modelos tradicionales, Bitcoin representa un activo altamente especulativo. Su volatilidad inherente, la falta de un respaldo tangible tradicional y la complejidad tecnológica que lo rodea exigen cautela.

Para el FMI, alentar a un país prestatario a invertir una porción significativa de sus escasos recursos en Bitcoin sería, desde su punto de vista, una apuesta demasiado arriesgada. Podría comprometer la capacidad de ese país para cumplir con sus obligaciones de deuda, precisamente lo que el FMI busca evitar. Es como si un banco le dijera a alguien con problemas financieros: "Claro, invierte tus últimos ahorros en ese esquema piramidal que te promete ganancias astronómicas". No suena a un consejo muy responsable, ¿verdad?

Sin embargo, los políticos, con una habilidad sorprendente, a menudo se las ingenian para presentar al FMI como un ente opresor e injusto. Aplican la misma lógica que usaría ese amigo que no nos paga un préstamo y se pone molesto cuando le cobramos o le ponemos condiciones. En lugar de cultivar una buena relación con sus financiadores, cumplir con los acuerdos y pagar lo adeudado, prefieren victimizarse y buscar culpables externos.

Es cierto que las condicionalidades del FMI a veces pueden ser dolorosas y generar tensiones sociales. Pero es crucial recordar la naturaleza de la relación: un préstamo implica obligaciones para ambas partes. El prestamista busca asegurar su retorno, y el prestatario se compromete a devolver los fondos según lo acordado.

En el caso de Bitcoin, la preocupación del FMI no es necesariamente ideológica (aunque algunos podrían argumentar eso). Es, fundamentalmente, pragmática. Ven en Bitcoin un factor de riesgo adicional para la estabilidad financiera de sus prestatarios. Y desde su perspectiva, su rol es precisamente velar por esa estabilidad, para asegurar que los países puedan superar sus problemas económicos y reintegrarse a la economía global de manera sostenible.

En lugar de demonizar al FMI por su cautela con Bitcoin, quizás sería más útil que los países prestatarios se enfocaran en construir economías sólidas, transparentes y diversificadas, que les permitan acceder a financiamiento en condiciones más favorables y reducir su dependencia de instituciones multilaterales. Cultivar una buena relación con sus financiadores, cumpliendo y pagando, siempre será un camino más efectivo que pintar al prestamista como el villano de la película.

Me atrevería a opinar que el quid de la cuestión no reside intrínsecamente en Bitcoin, sino más bien en la improvisación, la impulsividad, la experimentación imprudente y la falta de una gestión de riesgo sensata. Mientras los políticos pronuncian discursos sobre un futuro brillante y se autoproclaman genios de la economía, los expertos del FMI examinan minuciosamente los libros contables. Y lo que a menudo encuentran es una preocupante mezcla de indisciplina e insensatez financiera. Algo que, evidentemente, genera inquietud cuando la entidad en cuestión tiene una deuda considerable que debe saldar en un futuro cercano.

La adopción de Bitcoin, en este contexto, se percibe como un síntoma de esa falta de rigor. No es tanto el activo digital en sí lo que alarma al FMI, sino la potencial falta de estrategia y análisis profundo detrás de su incorporación a las finanzas de un país ya vulnerable.

La historia financiera está plagada de ejemplos de decisiones impulsivas que terminaron en desastres económicos. El FMI, con su larga experiencia en lidiar con crisis financieras, ha sido testigo de primera mano de las consecuencias de la falta de planificación y la exuberancia irracional. Por lo tanto, su escepticismo hacia la incursión repentina y sin bases sólidas en el mundo de las criptomonedas por parte de sus prestatarios es una reacción lógica y predecible.

En esencia, se podría decir que el FMI no está necesariamente en contra de la innovación financiera. Lo que le preocupa es que esta innovación se convierta en un vehículo para la especulación desmedida y la mala administración de recursos escasos. Su rol como prestamista de última instancia lo obliga a priorizar la estabilidad y la capacidad de pago de sus deudores. Ver a un país endeudado aventurarse en inversiones de alto riesgo sin la debida diligencia es, para ellos, una señal de alarma que justifica su intervención y sus recomendaciones de cautela.

Así, la tensión entre el FMI y los países como El Salvador que coquetean con Bitcoin, en el fondo, no es una batalla ideológica contra una nueva tecnología. Es, más bien, un choque entre la visión pragmática de un prestamista que busca asegurar su retorno y la visión, a veces más entusiasta que fundamentada, de políticos que buscan soluciones rápidas o simplemente subirse a la ola de una tendencia global, sin evaluar completamente los riesgos inherentes. Al final, para el FMI, la solidez financiera se construye con disciplina, planificación y una gestión de riesgos prudente, principios que a menudo parecen ausentes en la narrativa política que rodea la adopción de criptomonedas en economías frágiles. Todo el que ha prestado dinero sabe de lo que estoy hablando. Prestar dinero no es fácil, y de algún modo u otro, siempre se termina siendo el villano.

Aclaración: La información y/u opiniones emitidas en este artículo no representan necesariamente los puntos de vista o la línea editorial de Cointelegraph. La información aquí expuesta no debe ser tomada como consejo financiero o recomendación de inversión. Toda inversión y movimiento comercial implican riesgos y es responsabilidad de cada persona hacer su debida investigación antes de tomar una decisión de inversión.