América Latina ha emergido como un foco de actividad emprendedora, capturando la atención de inversores globales. El auge de las startups en la región es un fenómeno innegable, con empresas de base tecnológica que escalan a valoraciones considerables y transforman industrias enteras.
Sin embargo, este dinamismo se desarrolla en un contexto notoriamente complejo: el de la inestabilidad política, las fluctuaciones económicas crónicas y la alta inflación que han caracterizado a muchos países latinoamericanos durante décadas. La pregunta clave es si este crecimiento empresarial puede no solo coexistir, sino prosperar a pesar de estos desafíos persistentes, forjando una resiliencia que lo distinga de ciclos económicos anteriores.
El sector Fintech (tecnología financiera) ilustra perfectamente esta paradoja. Es un sector que se enfrenta a una realidad de mercado dual. Por un lado, la infraestructura financiera tradicional de América Latina a menudo es insuficiente o excluyente. Una gran porción de la población sigue sin estar bancarizada o tiene acceso limitado a servicios de crédito y ahorro eficientes. Esta inmadurez del sistema bancario tradicional, junto con la necesidad urgente de mitigar los efectos de la depreciación monetaria y la inflación, crea una demanda masiva por soluciones financieras accesibles, transparentes y, sobre todo, funcionales. Los ciudadanos y las pequeñas empresas latinoamericanas necesitan urgentemente herramientas que les permitan gestionar su dinero, proteger sus ahorros y participar en el comercio digital. En este sentido, el mercado es simple: las necesidades son profundas y bien definidas.
Por otro lado, el ambiente para operar estas soluciones es intrínsecamente difícil. El financiamiento para estas nuevas empresas es un reto. Si bien la inversión de capital de riesgo ha crecido exponencialmente, sigue siendo susceptible a los vientos de los mercados globales y a las percepciones de riesgo regional, lo que puede provocar períodos de sequía de capital. Además, el marco regulatorio en la región es fragmentado y a menudo lento para adaptarse a la velocidad del cambio tecnológico. Navegar por las diversas y cambiantes normas de múltiples jurisdicciones es una tarea costosa y compleja que exige de las startups una capacidad de adaptación superior a la que se requeriría en mercados más estables. A esto se suma la inestabilidad económica general, que hace que la planificación a largo plazo sea un ejercicio de predicción en un entorno impredecible.
La forma en que las startups latinoamericanas abordan estas dificultades es lo que define su resiliencia. Lejos de ser víctimas de la inestabilidad, las empresas más exitosas la han integrado en su modelo de negocio. Han desarrollado una suerte de "ingeniería de la volatilidad", creando productos que mitigan los riesgos económicos para sus usuarios, y al mismo tiempo, blindan sus propias operaciones.
Por ejemplo, muchas Fintech han optado por soluciones basadas en la multimoneda o el uso de activos digitales estables, permitiendo a los usuarios resguardar valor de manera más efectiva contra la inflación galopante. Esta capacidad de ofrecer un anclaje de valor en un ambiente de desconfianza hacia la moneda local es un potente motor de adopción. Para el usuario promedio, un servicio Fintech no es un simple lujo, sino una necesidad operativa para la supervivencia económica diaria.
A nivel interno, las startups han adoptado estructuras operacionales que les permiten hacer frente a los choques económicos. Esto incluye la diversificación de sus fuentes de ingresos, la contratación de talento en mercados con costos laborales competitivos y una estrategia de tesorería que prioriza la liquidez y la flexibilidad sobre los activos a largo plazo inmovilizados. La presión constante por la eficiencia y la adaptación en el mercado latinoamericano ha forjado empresas más ágiles y austeras por diseño. Aquellas que sobreviven a los primeros años de operación en un país con inflación de dos dígitos son, por necesidad, expertas en gestión de capital y control de costos.
El verdadero motor del auge de las startups en la región reside en dos factores: el talento humano y la magnitud de la oportunidad.
América Latina cuenta con una creciente masa crítica de ingenieros, diseñadores y emprendedores de alta calidad, a menudo formados en un entorno donde la capacidad de improvisación y la resolución de problemas con recursos limitados son habilidades innatas. Este know-how de operar en la adversidad se traduce en soluciones empresariales robustas y prácticas.
En cuanto a la oportunidad, el subdesarrollo en ciertas áreas clave, especialmente la inclusión financiera y la logística, no es un obstáculo sino un lienzo en blanco para la innovación. En lugar de tener que competir con sistemas bien establecidos y difíciles de desplazar, las startups pueden construir soluciones desde cero que se adaptan a la realidad móvil, digital y a menudo informal de la economía latinoamericana. Por ejemplo, en muchos países, el salto directo de la ausencia de servicios bancarios a la banca digital pura ha sido más rápido que en mercados maduros, simplemente porque no existía la pesada infraestructura tradicional que frenara el cambio. Esta es una ventaja del “latecomer”: la capacidad de adoptar directamente las tecnologías más recientes sin el costo de desmantelar sistemas obsoletos.
El capital de riesgo que fluye hacia América Latina, particularmente de fondos globales, a menudo se enfoca en el potencial de escala a largo plazo, viendo las fluctuaciones económicas a corto plazo como ruido dentro de una tendencia de crecimiento demográfico y de penetración de internet inalterable. Los inversores apuestan a que, a pesar de los ciclos de inestabilidad, la clase media seguirá creciendo, el uso de smartphones se seguirá expandiendo y, por lo tanto, la demanda de servicios digitales eficientes solo puede aumentar.
Para estos inversores y para los fundadores con una visión de décadas, la volatilidad y los desafíos regulatorios son simplemente el costo de acceso a un mercado con una potencial de crecimiento no saturado que ya no se encuentra en las geografías más desarrolladas. La inestabilidad no es la sentencia de muerte; es la prueba de fuego que garantiza que solo las empresas más fuertes y estratégicamente sólidas sobrevivan y dominen.
Si bien es cierto que el ecosistema de startups latinoamericanas ha demostrado una increíble tenacidad y una capacidad de adaptación superior, la dependencia del capital extranjero y la persistencia de problemas macroeconómicos imponen una limitación sutil a este boom. Las empresas locales se vuelven expertas en manejar la inestabilidad interna, pero son inherentemente vulnerables a los cambios en la percepción global de riesgo.
Si los mercados internacionales experimentan una aversión al riesgo generalizada, o si un evento político grave en un país grande de la región altera la narrativa de inversión en toda América Latina, el flujo de capital de riesgo puede secarse de manera abrupta e indiscriminada, independientemente de la salud financiera real de cada startup individual. Es decir, el mayor desafío de la región no es solo la volatilidad económica doméstica, sino la volatilidad del ánimo inversor global. Por lo tanto, el éxito de la región podría no depender únicamente de lo bien que las startups manejen la inflación local, sino de lo bien que el storytelling regional pueda resistir un cambio en el apetito por el riesgo de Wall Street o Silicon Valley, revelando una fragilidad que es puramente externa y narrativa.
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