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Gustavo GodoyGustavo Godoy

Del ahorro al gasto: Cómo el consumo salvó el crecimiento de España en 2025

Análisis sobre el protagonismo del consumo doméstico frente a la debilidad exterior y sus riesgos estructurales.

Del ahorro al gasto: Cómo el consumo salvó el crecimiento de España en 2025
Opinión

La economía española ha transitado por un periodo de transformación profunda donde las dinámicas tradicionales de crecimiento parecen haber cedido su lugar a nuevos protagonistas. Durante el transcurso del año, el comportamiento de los hogares ha emergido como el factor determinante para sostener la actividad productiva en un entorno global marcado por la incertidumbre y la debilidad de los mercados exteriores. 

Mientras que en épocas anteriores la prosperidad dependía en gran medida de la capacidad de vender bienes y servicios fuera de las fronteras, la realidad actual muestra un giro hacia el interior, donde el gasto doméstico ha tomado las riendas con una fuerza inesperada. Este fenómeno ha permitido que el Producto Interior Bruto mantenga una trayectoria ascendente notable, superando las expectativas iniciales de la mayoría de los organismos internacionales.

La fortaleza del mercado laboral ha sido el cimiento sobre el cual se ha construido esta confianza del consumidor. Al disfrutar de niveles de empleo que garantizan una entrada de ingresos estable, las familias españolas han optado por liberar una parte considerable del ahorro acumulado en periodos previos. Esta transición del ahorro precautorio al gasto activo ha servido de escudo frente a la ralentización económica que experimentan otros socios europeos. En un contexto donde las exportaciones sufren por la baja demanda en las economías vecinas, el mercado nacional ha respondido con un dinamismo que ha compensado con creces las pérdidas del sector exterior. Las decisiones cotidianas de millones de personas, desde el ocio hasta la renovación de bienes duraderos, han configurado un motor interno que parece funcionar con autonomía respecto a los vientos que soplan desde el resto del continente.

Sin embargo, este modelo de crecimiento basado en el consumo y apoyado por el gasto fiscal presenta matices que merecen un análisis riguroso desde una perspectiva de sostenibilidad a largo plazo. Depender casi exclusivamente de la demanda interna es una estrategia que ofrece resultados inmediatos y visibles, pero que puede comprometer la solidez estructural de la nación si no se acompaña de una mejora paralela en la productividad. La historia económica nos enseña que los estímulos basados en el gasto suelen tener un efecto de alivio temporal, pero rara vez resuelven los problemas de fondo de un tejido productivo. El desafío reside en transformar ese impulso momentáneo en una base sólida que no se desvanezca cuando las condiciones de financiamiento o la confianza de los hogares cambien de dirección.

Uno de los riesgos más evidentes de este esquema es la generación de desequilibrios en las finanzas públicas. Cuando el Estado decide mantener un nivel de gasto elevado para estimular la economía, se enfrenta a la posibilidad de incurrir en déficits persistentes. Esta situación obliga a recurrir al endeudamiento constante, lo que implica que una proporción cada vez mayor de la riqueza futura deba destinarse al servicio de los intereses de la deuda. Si el gasto público se enfoca principalmente en transferencias que incentivan el consumo inmediato en lugar de dirigirse hacia infraestructuras o formación que eleven la eficiencia general, la capacidad de pago del país podría verse cuestionada en el futuro. El equilibrio entre el apoyo social necesario y la responsabilidad fiscal se vuelve entonces una cuerda floja difícil de transitar.

Asimismo, el exceso de demanda incentivada puede derivar en presiones inflacionarias que terminen por devorar los beneficios que se pretendían generar. Si la demanda de bienes y servicios crece con mucha más rapidez que la capacidad real de las empresas para producirlos o importarlos, los precios tienden a subir de forma generalizada. Esta dinámica es especialmente peligrosa porque actúa como un impuesto silencioso que reduce la capacidad de compra de la población, afectando con mayor dureza a quienes tienen ingresos fijos o menores ahorros. En última instancia, una inflación descontrolada puede anular el crecimiento real, dejando a la economía en una posición de mayor fragilidad que al inicio del ciclo expansivo.

Otro factor analítico relevante es el fenómeno conocido como el efecto de expulsión. Para poder financiar un gasto público ambicioso, el gobierno debe acudir a los mercados de capitales, compitiendo directamente con el sector privado por los recursos disponibles. Esta competencia suele presionar las tasas de interés hacia arriba, elevando el costo del crédito tanto para las empresas que desean invertir como para las familias que buscan adquirir una vivienda. Al encarecerse el financiamiento, la inversión privada tiende a disminuir, lo que frena la innovación y la creación de puestos de trabajo de alto valor añadido. El resultado es una paradoja donde el gasto del gobierno, diseñado para ayudar, termina limitando las posibilidades de crecimiento del sector productivo independiente.

La vulnerabilidad externa es otra arista que no puede ignorarse. Un crecimiento impulsado primordialmente por el consumo interno suele atraer una gran cantidad de importaciones para satisfacer la demanda nacional. Si el país no es capaz de producir internamente lo que sus ciudadanos consumen, se ensancha el déficit en la cuenta corriente. Esta dependencia de los productos extranjeros y del financiamiento externo para sostener el ritmo de gasto hace que la economía nacional sea extremadamente sensible a cualquier cambio en la percepción de los mercados internacionales o a las decisiones de política monetaria en otros bloques económicos. La estabilidad del sistema queda así ligada a factores que están fuera del control de las autoridades locales.

Finalmente, centrar el éxito económico en el gasto puede llevar a un estancamiento de la productividad. El crecimiento genuino y duradero nace de la inversión en tecnología, en la mejora de los procesos industriales y en la calidad educativa de la fuerza laboral. Cuando el entorno económico parece favorable gracias al consumo fácil, se corre el riesgo de descuidar estas inversiones que son menos visibles a corto plazo pero vitales para el futuro. Un modelo que premia la cantidad sobre la calidad puede atrapar a la economía en un ciclo de bajo valor agregado, donde la competitividad internacional se pierde gradualmente y la prosperidad depende de que el gasto público nunca se detenga.

Claro que es pertinente considerar una perspectiva que desafía la percepción convencional sobre los peligros del consumo. En ciertas circunstancias, el aumento sostenido del gasto de los hogares no es el síntoma de una economía burbujeante o irresponsable, sino la manifestación de un cambio estructural en la distribución de la renta que podría fortalecer la estabilidad social. Si el crecimiento del consumo está respaldado por una reducción de la desigualdad y por salarios que crecen en consonancia con la eficiencia, este dinamismo interno puede actuar como un mecanismo de defensa superior ante las crisis externas. Al reducir la dependencia de mercados extranjeros volátiles, una nación con un mercado interno fuerte y equilibrado puede gozar de una mayor soberanía económica. 

En este sentido, el consumo no sería el problema que agota los recursos, sino la prueba de que el sistema ha logrado generar una base de bienestar lo suficientemente amplia como para sostenerse por sí mismo sin esperar siempre el auxilio de la demanda externa.

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