En este mundo que avanza a la velocidad de un rayo digital, donde cada día nos presentan una nueva maravilla tecnológica que promete resolver todos nuestros problemas, a veces caemos en la tentación de pensar en absolutos. Lo nuevo es lo bueno, lo viejo es obsoleto, y así vamos, desechando lo anticuado sin detenernos a pensar si realmente ha perdido toda su utilidad. Y es precisamente en este punto donde quiero poner la lupa hoy en ese humilde billete, en esa sencilla moneda que llevamos en el bolsillo, en el efectivo de toda la vida. ¿Por qué, a pesar de la “revolución digital”, sigue siendo tan relevante?

La analogía que me viene a la mente es simple, pero creo que ilustra muy bien el punto. No existe la herramienta perfecta para todo. Un Ferrari es una máquina impresionante para correr y dejar a todos boquiabiertos, pero a la hora de llevar a toda la familia de paseo, quizás una minivan sea una opción mucho más práctica. Un bisturí es una extensión de las manos de un cirujano, permitiéndole realizar proezas de la medicina, pero dudo mucho que un leñador lo encuentre útil para derribar un árbol. Para cruzar el Atlántico, una bicicleta, por más moderna que sea, no es la elección más sensata, aunque para dar una vuelta por el parque en una tarde soleada, no hay nada mejor.

Con la emoción que despierta la innovación, tendemos a pensar en términos de blanco y negro, de todo o nada. Vemos lo nuevo como una panacea universal y relegamos lo antiguo al baúl de los recuerdos, como algo inservible. Con la llegada del automóvil, el caballo quedó relegado en muchísimos contextos, es cierto. Pero no en todos. Aún hoy, los caballos tienen un papel importante en deportes como la equitación y en ciertas labores agrícolas en zonas rurales.

Y es precisamente bajo esta perspectiva que debemos analizar el efectivo. En un mundo donde las transacciones digitales ganan terreno a pasos agigantados, donde las tarjetas, las aplicaciones y las criptomonedas prometen una comodidad sin precedentes, el efectivo sigue manteniendo una utilidad innegable en muchos contextos. Es más, me atrevería a decir que, en ciertas situaciones, se erige como el método de pago ideal.

Claro está, el efectivo tiene sus desventajas. Es menos práctico para grandes sumas, puede ser robado o perdido con mayor facilidad, y no deja un registro digital tan detallado como una transacción electrónica. Pero, ojo, que los pagos digitales tampoco son un camino de rosas. También tienen sus propias limitaciones y riesgos. Dependen de la infraestructura tecnológica, de la conexión a internet, de la seguridad de las plataformas y de la confianza en los intermediarios.

Cuando entendemos que tanto el efectivo como los pagos digitales tienen sus fortalezas y debilidades, y que pueden coexistir y complementarse, es cuando realmente ampliamos nuestra caja de herramientas financiera. Al tener la posibilidad de elegir el método de pago que mejor se adapte a cada situación, nos volvemos usuarios más empoderados y resilientes.

Pensemos por un momento en esas situaciones donde el efectivo brilla con luz propia. ¿Qué pasa cuando hay un corte de luz generalizado, como el que mencionábamos hace poco y las tarjetas dejan de funcionar, las transferencias online se detienen, y las aplicaciones de pago se quedan inutilizadas? En esos momentos, el efectivo, ese billete tangible que llevamos en el bolsillo, se convierte en la única forma de realizar transacciones básicas, de comprar alimentos o gasolina. Su independencia de la infraestructura tecnológica es, sin duda, una de sus mayores fortalezas.

Otro punto importante es la privacidad. Para muchos usuarios, la posibilidad de realizar pagos sin dejar un rastro digital detallado es un valor fundamental. El efectivo ofrece un nivel de anonimato que los pagos electrónicos simplemente no pueden igualar. Para ciertas transacciones, para pequeños gastos cotidianos, esta privacidad puede ser un factor decisivo.

Además, la aceptación del efectivo es prácticamente universal. En cualquier rincón del mundo, desde el puesto de mercado más humilde hasta el comercio más sofisticado, el efectivo es reconocido y aceptado como medio de pago. No requiere de lectores de tarjetas, de aplicaciones específicas o de la familiaridad con una determinada plataforma digital. Su simplicidad y su accesibilidad lo convierten en una herramienta inclusiva, especialmente para aquellas personas que no tienen acceso a cuentas bancarias o a la tecnología digital. Claro que a veces el problema de dar el cambio cuando el monto no es exacto puede ser muy engorroso.

Y no olvidemos la cuestión del control. Para muchos, manejar efectivo les permite tener una visión más clara y directa de sus gastos. Ver cómo disminuye el fajo de billetes en la billetera puede ser una forma más efectiva de controlar el presupuesto que simplemente ver números en una pantalla.

Ahora bien, el efectivo, a pesar del avance imparable de la digitalización, sigue siendo una herramienta valiosa y útil en nuestro día a día. No es una reliquia obsoleta, sino un complemento necesario en nuestro arsenal financiero. La clave está en no caer en la visión absolutista de que lo nuevo siempre reemplaza por completo a lo viejo. Cada herramienta tiene su propósito, su contexto ideal de uso. Y en este mundo complejo y a veces impredecible, tener la ventaja de lo tangible, la seguridad de ese billete en el bolsillo, sigue siendo una opción inteligente y, en muchos casos, indispensable. Así que, la próxima vez que vayas a pagar, no descartes tan rápido ese efectivo. Quizás, para esa situación en particular, siga siendo la mejor opción. 

Confieso mi apego al billete físico; su utilidad palpable trasciende la mera transacción, anclándose en una psicología de lo tangible que el byte no iguala. No anhelo su extinción, celebro lo digital, pero reivindico lo físico. La verdadera potencia reside en orquestar ambos mundos a nuestro favor, fusionando la inmediatez digital con la solidez tangible. En esta dualidad, reside una libertad financiera más robusta, una caja de herramientas completa para navegar las complejidades de un mundo cada vez más híbrido. No se trata de elegir bando, sino de ser dueños de todas las opciones.

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