El panorama económico mundial parece dirigirse hacia una época de crecimientos más modestos y sostenidos, lejos de los auges rápidos vistos en décadas anteriores. Factores como el envejecimiento de la población en economías desarrolladas, el aumento del proteccionismo comercial y la necesidad de priorizar la resiliencia sobre la eficiencia pura, sugieren que la ralentización global es una tendencia a largo plazo.
Ante este escenario, la pregunta que resuena en los círculos financieros es crucial: ¿están las complejas y a menudo contradictorias economías de Latinoamérica preparadas para operar y prosperar en un mundo donde el pastel se hace más pequeño?
La vulnerabilidad de la región es evidente, pues su crecimiento ha estado históricamente ligado al precio de las materias primas y al apetito de inversión de los grandes bloques comerciales. Cuando la demanda global se desacelera, el efecto es inmediato: caen los precios de los commodities, se reducen las exportaciones y la entrada de divisas se contrae. En una era de bajo crecimiento global, estos mecanismos de soporte se debilitan seriamente.
Latinoamérica, en su inmensa riqueza natural y demográfica, presenta una ironía económica fundamental: a pesar de tener recursos y una población joven, su productividad ha permanecido rezagada en comparación con otras regiones. La productividad es la capacidad de generar más valor con los mismos recursos, y aquí es donde las razones, que incluyen factores culturales y estructurales, limitan el potencial de la región.
Una cultura con instituciones débiles, alta informalidad y un entorno regulatorio cambiante dificulta la inversión a largo plazo y la adopción de tecnologías que impulsan la eficiencia. Las empresas en la región a menudo operan bajo la sombra de la incertidumbre política y legal, lo que las obliga a centrarse en la supervivencia a corto plazo en lugar de la innovación.
En un mundo de bajo crecimiento, la productividad no es un lujo; es una necesidad. Cuando el crecimiento externo es limitado, las economías deben depender de su crecimiento interno y de generar valor por sí mismas. Las naciones latinoamericanas que no logren resolver sus problemas de eficiencia serán las más castigadas, ya que no tendrán la locomotora del comercio global tirando de ellas.
La nueva era de bajo crecimiento global viene acompañada de un aumento en el proteccionismo —la política de cerrar fronteras a través de aranceles y barreras no arancelarias—. Para los países desarrollados, el proteccionismo es un sacrificio de eficiencia a cambio de seguridad y resiliencia. Para Latinoamérica, que depende de la exportación, esto se traduce en mercados más pequeños y competitivos para sus productos.
La fragmentación de las cadenas de suministro globales, impulsada por la geopolítica, fuerza a las empresas a buscar proveedores en "países amigos". Si bien esto podría ser una oportunidad para algunas naciones latinoamericanas que logren posicionarse como socios fiables de Estados Unidos y Europa (el llamado nearshoring), la mayoría carece de la infraestructura, la estabilidad y la certeza jurídica necesarias para atraer esa inversión a la escala requerida.
La falta de resiliencia económica es particularmente palpable en la región. Las economías son a menudo propensas a shocks externos debido a la dependencia de una o dos materias primas. Una recesión en China o una subida de tasas en Estados Unidos tiene un efecto desproporcionado. Para afrontar una era de bajo crecimiento, la región necesita desesperadamente diversificar sus motores económicos, fortalecer sus instituciones y garantizar un marco de inversión estable, tareas que han sido postergadas durante décadas.
Otro gran desafío es la debilidad de las finanzas públicas en muchos países. Años de gasto excesivo, corrupción y sistemas tributarios ineficientes han dejado a muchas naciones con niveles de deuda considerables. En un entorno global donde el dinero es más caro (tasas de interés altas o estables), la capacidad para refinanciar o emitir nueva deuda se vuelve una carga pesada.
El bajo crecimiento global no deja margen para errores fiscales. Un crecimiento anémico hace que sea mucho más difícil recaudar impuestos y reducir la deuda, creando un círculo vicioso de bajo crecimiento y alta fragilidad fiscal. Los gobiernos se ven obligados a tomar decisiones difíciles: o recortan el gasto social (generando inestabilidad) o aumentan la deuda (poniendo en riesgo la estabilidad macroeconómica). Esta falta de margen de maniobra limita el poder de los gobiernos para inyectar liquidez o estímulos cuando la economía lo necesita, dejando a la región más vulnerable a las recesiones externas.
La única forma real en que Latinoamérica puede construir la resiliencia necesaria es a través de un nuevo contrato social centrado en la productividad y el capital humano. Esto implica invertir de manera sostenida en educación de calidad, tecnología, infraestructura moderna y, fundamentalmente, en el imperio de la ley.
Una infraestructura digital y física robusta no solo reduce los costos logísticos, sino que aumenta la eficiencia y la competitividad de las empresas. Una educación que prepare a la fuerza laboral para la economía digital es esencial para que la región pueda vender servicios y productos de alto valor agregado, en lugar de depender únicamente de la exportación de materias primas. Sin estos cimientos, la región seguirá siendo una espectadora pasiva de las tendencias globales, con sus mercados fluctuando violentamente al ritmo de las decisiones tomadas en otras capitales.
Aunque el panorama parece sombrío debido a la dependencia de la exportación y la baja productividad, existe un elemento que podría jugar a favor de la región: su relativa desconexión financiera.
Latinoamérica no está tan integrada en la intrincada red de las finanzas globales como lo están, por ejemplo, los países de la Eurozona o las naciones asiáticas orientadas a la exportación tecnológica. Si el bajo crecimiento global se traduce en una crisis financiera o crediticia profunda en los países desarrollados, la región podría experimentar un shock inicial por la caída de la demanda, pero su sistema bancario y sus finanzas internas podrían mostrar una mayor capacidad de aislamiento. Las crisis en la región suelen ser más endógenas (causadas por políticas internas) que exógenas (causadas por contagio financiero internacional). Este aislamiento, que en tiempos de auge es una desventaja, podría convertirse en un escudo protector en una era de turbulencias globales, permitiendo a las economías locales enfocarse en sus propios desafíos sin el colapso financiero de las grandes potencias.
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