Seis meses después del anuncio del Banco Central Europeo (BCE) de retirar de las calles los billetes de 500 euros, España decidió ajustar aún más el cerco sobre el efectivo. A partir de enero, las personas y empresas que efectúen pagos en efectivo superiores a 1.000 euros tendrán que pagar una multa del 25% de lo abonado. 

La decisión es parte de un paquete fiscal que incluye el aumento de varios impuestos y con el cual el gobierno español pretende alcanzar un déficit del 3,1%, el objetivo que exigen las autoridades de la Unión Europea. El gobierno afirma que con esta medida aumentará la recaudación del IVA al disuadir el fraude fiscal y desterrar la economía sumergida. 

Las restricciones contra el dinero en efectivo son la última moda a nivel de políticas gubernamentales . No importa si se trata del terrorismo, lavado dinero, narcotráfico o la evasión fiscal, los gobiernos encuentran motivos para disuadir cada vez más el uso de metálico. Y es realista decir que en un futuro no muy lejano utilizar efectivo para hacer un pago pueda ser criminalizado. Incluso, economistas como Kenneth Rogoff han escrito hasta un libro sobre “La maldición del dinero en efectivo”.

Para los gobiernos es lógico intentar desterrar el uso de efectivo de la economía. Utilizar billetes cuenta con varias ventajas frente a los medios de pagos electrónicos tradicionales como las transferencias bancarias o las tarjetas. Las transacciones en efectivo no pueden ser supervisadas desde el Estado, y el dinero debajo del colchón o en el bolsillo no puede ser congelado ni confiscado.

Mientras desde el poder enumeran razones por las cuales el dinero en efectivo es pernicioso para la sociedad, desde los bancos centrales se frotan las manos. El futuro que proponen desde los gobiernos es un futuro donde las autoridades monetarias podrán hacer realidad sus sueños de húmedos de imponer tipos de generalizar los tipos de interés negativos, hoy vigentes en la tasa de prestamos interbancarios europea Euribor. De esta manera, los ahorros en el banco serán equivalentes a una barra de hielo que se va derritiendo y la única alternativa — en un mundo sin efectivo— será gastarlo. 

No solo el efectivo es una barrera para las fantasías distópicas de los banqueros centrales, si no además un refugio para protegerse del avance estatal sobre la privacidad. En una era donde la vigilancia y el control gubernamental están en boga, el viejo papel funciona como un muro infranqueable para la curiosidad gubernamental. 

El efectivo era el último refugio del hombre de a pie para proteger la tan denostada privacidad financiera. Hasta ahora. Con la creación de Bitcoin en 2009, sin embargo, las aspiraciones de un futuro centralizado parecen frustrarse. Frente a la amenaza del control total, las monedas digitales aparecen como una luz al final del tunel. 

En definitiva, el Bitcoin fue concebido por su creador, Satoshi Nakamoto, como una tecnología que pretende separar al dinero del Estado. Algunas de sus características como la descentralización y la imposibilidad de detectar fácilmente a los autores de una transacción se asemejan a las del dinero en efectivo. Otras, como su intangibilidad y la emisión limitada por una fórmula matemática —y no por la voluntad del Banco Central— hacen del Bitcoin más que un reemplazo al dinero en efectivo, sino una tecnología superadora: efectivo digital descentralizado.

Mientras los políticos planean el próximo paso en su cruzada contra los billetes, una revolución ocurre tras bambalinas. Sin sangre y sin caudillos heróicos, cuando las personas sientan la soga al cuello encontrarán en Bitcoin una forma inmediata de quitarse el yugo del modelo monetario centralizado y obsoleto. Dentro de muchos años, y gracias a las monedas digitales, aquel futuro totalitario solo será estudiado como parte de la historia contrafáctica