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Gustavo GodoyGustavo Godoy

Latinoamérica 2026: ¿El año de la desaceleración o el despegue?

América Latina enfrenta la tensión entre la dependencia de materias primas y nuevas oportunidades de crecimiento sostenido.

Latinoamérica 2026: ¿El año de la desaceleración o el despegue?
Opinión

El horizonte económico para América Latina en el año 2026 se presenta como un campo de tensión entre fuerzas contrarias. Por un lado, la inercia de los ciclos económicos globales y la persistente dependencia de la región de la exportación de bienes básicos sugieren un escenario de posible estancamiento o, al menos, de un crecimiento significativamente más lento. 

Por otro lado, elementos estructurales y la maduración de ciertas tendencias internas abren la posibilidad de un verdadero despegue sostenido, impulsado por factores menos volátiles. Analizar si la región se dirigirá hacia una fase de consolidación o de simple inmovilidad requiere examinar de cerca sus vulnerabilidades crónicas y sus oportunidades emergentes.

La estructura económica de gran parte de América Latina ha estado históricamente ligada a la suerte de los mercados internacionales de materias primas. Desde el cobre en Chile y Perú hasta el petróleo y los productos agrícolas en Brasil, Argentina y otros países, el desempeño fiscal y la estabilidad macroeconómica regional son, en esencia, un reflejo de los precios globales de estos commodities. Esta dependencia es la fuente principal de la vulnerabilidad proyectada para el año en cuestión.

Las previsiones económicas globales para el período anticipan una posible caída o moderación en la demanda de muchos bienes básicos. Si las principales economías mundiales, particularmente aquellas que consumen grandes volúmenes de energía y metales, entran en una fase de enfriamiento, la demanda de exportaciones latinoamericanas disminuirá. Este descenso tiene un efecto directo y perjudicial en la región. Al caer el precio de venta, se reducen los ingresos por exportaciones, lo que a su vez disminuye los flujos de divisas, debilita las monedas locales y merma los recursos fiscales de los gobiernos. Estos ingresos fiscales son cruciales para financiar proyectos de infraestructura, inversión social y, en última instancia, para estimular el crecimiento interno.

Cuando los precios de las materias primas están altos, la región experimenta "vientos de cola" que ocultan problemas estructurales más profundos, permitiendo que las economías crezcan sin realizar reformas significativas. Sin estos vientos favorables en el año dos mil veintiséis, la región podría verse obligada a enfrentar sus problemas de baja productividad, alta informalidad y sistemas educativos deficientes con recursos limitados, llevando inevitablemente a una desaceleración.

A pesar de la sombra de la dependencia de las materias primas, existen varios factores internos y globales que podrían actuar como contrapeso y, potencialmente, impulsar un crecimiento más firme y diversificado. Estos factores sugieren que el año 2026 podría no ser simplemente un año de estancamiento, sino un punto de inflexión.

Uno de los motores de crecimiento más prometedores es la transformación digital. La pandemia aceleró la adopción de tecnologías digitales en toda la región, desde los servicios financieros hasta el comercio minorista. Este proceso no se ha revertido. La expansión de la conectividad, junto con el surgimiento de empresas de tecnología financiera (fintech) y de comercio electrónico, está generando nuevas fuentes de empleo de mayor valor y mejorando la eficiencia en sectores tradicionales. Al facilitar el acceso al crédito y a los mercados para pequeñas y medianas empresas, la digitalización puede reducir la informalidad y aumentar la productividad total de los factores, creando una base económica más resiliente a las variaciones de los precios de las exportaciones.

Otro factor importante es el reordenamiento de las cadenas de suministro globales, un fenómeno conocido en inglés como nearshoring. A medida que las empresas multinacionales buscan reducir riesgos geopolíticos y logísticos, reubicando la producción más cerca de los mercados de consumo, México y partes de Centroamérica se presentan como destinos estratégicos. La proximidad geográfica a los Estados Unidos y la existencia de acuerdos comerciales establecidos ofrecen una ventaja competitiva única. Si esta tendencia se consolida, podría atraer inversiones extranjeras directas masivas, diversificando la matriz exportadora de la región más allá de lo puramente extractivo hacia manufacturas de mayor valor agregado y servicios.

Finalmente, la estabilidad macroeconómica relativa en algunos países es un activo invaluable. Después de años de aplicar políticas monetarias restrictivas para controlar la inflación, varias economías de la región han logrado anclar las expectativas de precios. Esto permite a los bancos centrales tener un margen de maniobra, que podría traducirse en políticas de estímulo más específicas y eficaces si la desaceleración global es más pronunciada de lo esperado.

La clave para que estos factores positivos se traduzcan en un despegue real y no en meros picos de crecimiento reside en la calidad de la gobernanza y la capacidad de la región para atraer inversión productiva a largo plazo.

El capital necesita un entorno predecible para establecerse y prosperar. Esto implica reducir la incertidumbre política y garantizar el cumplimiento de los contratos y la protección de los derechos de propiedad. Si los gobiernos no logran ofrecer marcos regulatorios estables y una gestión fiscal responsable, la inversión en nearshoring y tecnología se contendrá, limitando el potencial de crecimiento a corto y medio plazo. La tentación de recurrir a medidas populistas en respuesta a un crecimiento lento podría sabotear las oportunidades de consolidación de la región.

Si bien la preocupación por la dependencia de las materias primas y la potencial desaceleración global es legítima, existe una perspectiva de valoración que a menudo se pasa por alto: el potencial de recuperación basado en la eficiencia interna.

Tradicionalmente, el foco de los analistas ha estado en el impulso externo —la demanda de commodities—. Sin embargo, si la desaceleración de las economías desarrolladas resulta en una caída del costo de la energía y de los insumos, y al mismo tiempo las tasas de interés se relajan globalmente, los países latinoamericanos que ya han estabilizado sus finanzas podrían beneficiarse de un menor costo operativo y de un acceso más fácil al financiamiento para la inversión en infraestructura y tecnología. En lugar de depender de la demanda insaciable de materias primas, el crecimiento podría pasar a depender de la mejora de la productividad impulsada por menores costos de capital e insumos. Aquellas naciones que han logrado mejorar su entorno de negocios y que han invertido en digitalización podrían ver el año dos mil veintiséis como un momento para capitalizar estas eficiencias, usando una coyuntura global de costos más bajos como una plataforma de lanzamiento para aumentar su competitividad y, finalmente, su tasa de crecimiento potencial.

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