La conversación sobre el progreso económico en América Latina a menudo se estanca en la búsqueda de soluciones mágicas o atajos rápidos. Sin embargo, en medio de esta inestabilidad, Chile ha forjado una trayectoria que lo ha posicionado, de manera persistente, como el país más competitivo de la región. Su caso no se basa en un hallazgo repentino, sino en la aplicación tenaz y metódica de principios que priorizan la estabilidad por encima de la retórica. La clave de la llamada "fórmula chilena" reside en un entendimiento fundamental: el desarrollo de una nación es un proceso de acumulación constante, consistencia y estabilidad; no un salto dramático.
El motor inicial del éxito chileno fue la consagración de la estabilidad macroeconómica. A diferencia de muchos de sus vecinos, que han navegado por ciclos de hiperinflación y devaluación dramática, Chile tomó decisiones fundamentales que blindaron su economía de la volatilidad política. Una de las más cruciales fue la autonomía de su Banco Central. Al despolitizar la política monetaria, se aseguró que las decisiones sobre la tasa de interés y la gestión de la inflación se basaran en criterios técnicos y objetivos de largo plazo, y no en las presiones coyunturales de los ciclos electorales.
Esta disciplina sentó las bases para una moneda estable y un sistema de precios predecible, que son condiciones indispensables para que los inversores, tanto nacionales como extranjeros, puedan realizar planes a futuro. La estabilidad permite que el capital fluya hacia la inversión productiva, el empleo y la creación de riqueza, eliminando el riesgo de que el valor del dinero se desvanezca de un trimestre a otro.
El segundo pilar de la competitividad chilena es su política de apertura comercial. Chile entendió, hace mucho tiempo, que su mercado interno, por sí mismo, no era suficiente para generar prosperidad a largo plazo. Por ello, se embarcó en una ambiciosa estrategia de firma de Tratados de Libre Comercio (TLC) con economías clave alrededor del mundo. Este esfuerzo no fue esporádico; ha sido un compromiso sostenido por distintas administraciones a lo largo de décadas.
Esta red de acuerdos comerciales le otorga a Chile un acceso preferencial a un porcentaje considerable del Producto Interno Bruto (PIB) mundial, facilitando que sus empresas, grandes y pequeñas, se integren a las cadenas de valor globales. La apertura no solo se tradujo en exportaciones, sino también en una mayor competencia interna, obligando a las industrias chilenas a ser más eficientes, innovadoras y a adoptar estándares internacionales de calidad. Esta competencia es la que, en última instancia, beneficia al consumidor y mejora la productividad general del país.
La estabilidad económica no puede sostenerse sin una disciplina fiscal rigurosa. Chile implementó una serie de reformas fiscales que, aunque a menudo difíciles y objeto de debate político, se enfocaron en crear un marco tributario predecible y robusto. Un componente clave ha sido su fondo de estabilización del cobre. Al ahorrar los ingresos extraordinarios generados por los altos precios del mineral, el país logró amortiguar el impacto de las caídas de precios, evitando los ciclos de derroche en épocas de bonanza y los recortes drásticos en épocas de crisis.
Esta gestión prudente de las finanzas públicas le ha permitido a Chile mantener una calificación crediticia envidiable dentro de la región. La capacidad de acceder a financiamiento internacional a bajas tasas de interés es una ventaja competitiva masiva, ya que reduce el costo de la deuda pública y libera recursos para la inversión en infraestructura y servicios esenciales. La continuidad en el manejo de la deuda y la transparencia en el gasto son testimonio de una institucionalidad fuerte que trasciende los cambios de gobierno.
El elemento diferenciador más significativo de la experiencia chilena no son las políticas económicas per se, que pueden replicarse, sino la fuerza relativa de sus instituciones. La verdadera fórmula reside en la capacidad del Estado para mantener operativas y eficaces las políticas de largo plazo, independientemente del color político de la administración de turno.
Mientras que en otros países de la región cada nuevo gobierno busca deshacer lo construido por el anterior, Chile ha demostrado una notable continuidad estatal en áreas críticas como la política monetaria, la gestión de la deuda y los marcos regulatorios. Es esta estabilidad jurídica y regulatoria la que permite a los inversores pensar en horizontes de diez o veinte años, pues tienen una mayor certeza de que las reglas fundamentales del juego económico no se alterarán drásticamente. Esta continuidad es la que reduce el riesgo país y fomenta el trabajo y la creación de riqueza.
El enfoque chileno se ha caracterizado por un pragmatismo gradualista, lejos de aspirar a una utopía de la noche a la mañana. Los chilenos han entendido que un país se construye con la constancia de pequeños avances incrementales, una lección que debería resonar en el resto de Latinoamérica.
El modelo chileno, con su énfasis en la estabilidad, la apertura y la disciplina fiscal, ha sido innegablemente exitoso en sus objetivos macroeconómicos y de competitividad regional. Sin embargo, su mayor fortaleza es también objeto de su crítica más persistente: la desigualdad.
Si bien la estabilidad y el crecimiento han sacado a millones de la pobreza absoluta y han catapultado a Chile a la vanguardia de los indicadores económicos regionales, el sistema no es perfecto. Los críticos argumentan, con razón, que el crecimiento económico generado ha beneficiado desproporcionadamente a ciertos sectores y grupos, dejando una profunda brecha social y una sensación de que los frutos de la prosperidad no se distribuyen de manera equitativa.
La gran ironía del caso chileno es que precisamente la estabilidad institucional y la consistencia de las políticas de mercado, que fueron esenciales para el éxito económico y la atracción de inversiones, han generado también una inflexibilidad estructural que dificulta la implementación rápida de las reformas sociales y distributivas exigidas por una población con mayores expectativas. En otras palabras, el sistema construido para garantizar la confianza de los inversores mediante reglas inalterables puede, al mismo tiempo, obstaculizar los cambios rápidos necesarios para abordar la desigualdad y la deuda social pendiente. La estabilidad, aunque es la condición sine qua non para el crecimiento, puede transformarse en un obstáculo para la adaptabilidad social, ofreciendo un dilema complejo para el futuro del país.
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