La política económica de México ha entrado en una fase de notable redefinición, marcada por la reciente imposición de nuevos aranceles a una extensa gama de productos importados. Esta medida, que abarca sectores tan vitales como el acero, el aluminio, los textiles, el calzado y ciertos productos químicos, señala un cambio significativo respecto a las últimas décadas de apertura comercial y liberalización económica que caracterizaron al país.
La justificación oficial detrás de este movimiento es doble: impulsar la industria manufacturera nacional y capitalizar la tendencia del nearshoring, atrayendo cadenas de suministro que buscan relocalizarse más cerca del mercado de América del Norte.
Durante años, la economía mexicana se ha beneficiado de la integración global, aprovechando la importación de insumos y bienes de capital a precios competitivos. La aplicación de aranceles actúa como un impuesto a estas importaciones. Al encarecer la entrada de estos productos al país, se busca volver más atractivos y competitivos los bienes producidos dentro de las fronteras nacionales. La lógica es que, al enfrentar una competencia extranjera más costosa, los productores locales tendrán un incentivo y la capacidad de expandir sus operaciones, invertir y generar empleo. Para las empresas que están considerando el nearshoring, estos aranceles podrían interpretarse como una señal de compromiso gubernamental con el desarrollo de cadenas de valor internas, ofreciendo un mercado más resguardado para sus futuras operaciones en México.
No obstante, esta estrategia de protección conlleva un riesgo sustancial para la estabilidad macroeconómica: el aumento de la inflación. El mecanismo es directo. Una gran parte de las importaciones que ahora enfrentan aranceles no son bienes de consumo final, sino insumos intermedios esenciales para la producción manufacturera en México. Las empresas, al tener que pagar un costo mayor por las materias primas como el acero o por componentes textiles, inevitablemente trasladarán este aumento a los precios finales de sus propios productos, sean estos para el mercado interno o para la exportación.
Este fenómeno es particularmente peligroso porque puede desencadenar una espiral de lo que se conoce como inflación de costos o, más específicamente, una inflación por demanda de protección. Al reducir la competencia externa, los productores nacionales tienen una mayor libertad para aumentar sus precios sin el temor inmediato de ser superados por alternativas más baratas del exterior. Si esta política de aranceles se combina con una demanda interna robusta, el resultado es un ambiente de precios al alza que erosiona rápidamente el poder adquisitivo de los consumidores mexicanos. El Banco de México, la institución encargada de velar por la estabilidad de precios, se encuentra ante un desafío complejo, pues una política gubernamental orientada a la producción está actuando como un factor inflacionario estructural que desafía la efectividad de las herramientas monetarias tradicionales, como el ajuste de las tasas de interés.
El dilema central que enfrenta México es si el beneficio a largo plazo de un sector industrial más fuerte y una mayor atracción de inversión por nearshoring compensará el costo a corto y mediano plazo de una inflación más persistente y elevada. La experiencia histórica en otros países sugiere que el proteccionismo, aunque puede ofrecer un respiro inicial a ciertas industrias, a menudo resulta en ineficiencias y una menor innovación, ya que las empresas protegidas tienen menos incentivos para optimizar sus procesos y reducir costos. El mercado mexicano, al volverse menos expuesto a la disciplina de la competencia internacional, corre el riesgo de ralentizar su crecimiento productivo real.
Además, la implementación de estos aranceles sugiere un quiebre ideológico con el modelo económico adoptado por el país desde hace varias décadas. México fue uno de los pioneros en la firma de tratados de libre comercio, el más importante de ellos con sus socios de América del Norte. Este nuevo movimiento proteccionista, aunque justificado como una medida temporal y estratégica, envía una señal mixta a los inversores internacionales sobre la consistencia de la política económica mexicana. La estabilidad regulatoria y la previsibilidad son factores críticos para las decisiones de inversión a largo plazo, y una modificación tan sustancial en la política comercial podría generar incertidumbre en los capitales que se busca atraer.
El riesgo más sombrío, aunque todavía lejano, es el de caer en un escenario de estanflación, una situación económica caracterizada por una alta inflación combinada con un crecimiento económico estancado o lento y un alto desempleo. Si los aranceles logran impulsar los costos y los precios, pero fracasan en generar una expansión significativa de la producción y el empleo, México podría encontrarse en una posición económica muy delicada. La audacia de la nueva estrategia geopolítica y económica de México, por lo tanto, no reside solo en su capacidad de atraer manufactura, sino en su habilidad para gestionar el delicado equilibrio entre el proteccionismo y la estabilidad de precios.
Esta nueva estrategia comercial representa una apuesta de alto riesgo que busca redefinir la posición de México en el tablero económico global. La sostenibilidad de esta política dependerá de su implementación rigurosa y, crucialmente, de la respuesta coordinada de la política fiscal y monetaria. La promesa de construir una industria nacional más robusta es atractiva, pero su éxito se medirá por la capacidad de proteger al consumidor de los efectos colaterales indeseados.
Ahora bien, si bien el aumento de aranceles eleva los costos inmediatos, el objetivo a largo plazo de esta política podría ser reducir la dependencia de México de proveedores extranjeros inestables o geopolíticamente riesgosos, principalmente de Asia.
Claro que al incentivar la producción nacional de insumos críticos, México no solo estaría impulsando su industria, sino que estaría comprando una póliza de seguro contra futuras interrupciones de la cadena de suministro global, como las vistas durante la pandemia o las tensiones comerciales internacionales. La capacidad de un país para autoabastecerse de componentes esenciales, aunque inicialmente más costosa, confiere una resiliencia económica y una soberanía industrial que podría justificar la presión inflacionaria transitoria. En este sentido, lo que parece ser un paso atrás hacia el proteccionismo, puede ser interpretado como una medida de seguridad estratégica para blindar la economía nacional en un entorno global cada vez más fragmentado e impredecible. La verdadera prueba de esta política será si el costo de la inflación se traduce en la construcción de una base industrial más robusta y menos vulnerable a los choques externos.
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