La economía española ha demostrado una notable capacidad de recuperación en periodos recientes, superando las previsiones de crecimiento y mostrando un dinamismo que a menudo la sitúa por encima de la media de sus socios europeos. Sectores clave, como el turismo y algunas áreas de la exportación, han funcionado como motores importantes, impulsando la creación de empleo y la actividad económica general.
Sin embargo, bajo esta superficie de crecimiento excepcional, persiste una preocupación estructural que proyecta una sombra de duda sobre la sostenibilidad a largo plazo de esta expansión: el elevado nivel de deuda pública.
La deuda pública es, por definición, una obligación que el Estado adquiere con sus acreedores. Es el resultado de financiar gastos (como servicios públicos, infraestructura y prestaciones sociales) que superan los ingresos recaudados mediante impuestos. El problema de la deuda no es su mera existencia, sino su magnitud y la capacidad del país para gestionarla y, eventualmente, reducirla. Para España, el volumen acumulado de su pasivo, que se ha incrementado significativamente tras las crisis financieras y sanitarias de la última década y media, plantea un desafío económico complejo que va más allá de un mero apunte contable.
El principal riesgo de una deuda pública persistentemente alta es que actúa como un freno estructural para futuras expansiones económicas. Este efecto se manifiesta de varias maneras interconectadas:
En primer lugar, está el costo de servicio de la deuda. Cada año, una porción significativa del presupuesto del Estado debe destinarse al pago de los intereses generados por ese pasivo. Este gasto es ineludible y se convierte en un competidor directo de otras partidas cruciales. El dinero que se paga en intereses es dinero que no puede invertirse en sanidad, educación, infraestructuras estratégicas o, lo que es igualmente importante, en medidas de estímulo económico y productivo. Cuanto mayor sea la deuda, mayor es la porción "capturada" del presupuesto, limitando la flexibilidad fiscal del gobierno.
En segundo lugar, la elevada deuda incrementa la vulnerabilidad del país ante los cambios en el entorno financiero global. En una época de tipos de interés históricamente bajos, el costo de endeudarse ha sido manejable. No obstante, si las condiciones monetarias cambian (como ya ha ocurrido con las subidas de tipos para combatir la inflación), el refinanciamiento de esa deuda se vuelve notablemente más caro. Un aumento en las tasas de interés puede inflar rápidamente el costo de servicio de la deuda, lo que podría obligar al gobierno a elegir entre aumentar los impuestos, reducir drásticamente el gasto público o, en el peor de los casos, incurrir en más deuda para pagar la existente. Este círculo vicioso puede ralentizar la actividad económica e incluso llevar a la austeridad.
Finalmente, la deuda puede afectar la confianza de los inversores. Una alta ratio de deuda respecto al tamaño de la economía puede ser interpretada por los mercados como un riesgo de insolvencia a largo plazo o, al menos, como un riesgo de que el gobierno necesite tomar medidas impopulares (como subidas de impuestos o recortes) que afecten a la rentabilidad empresarial. Esto puede encarecer la financiación no solo para el Estado, sino para las empresas y los ciudadanos, elevando el costo del capital y desalentando la inversión privada, que es el verdadero motor del crecimiento duradero.
A pesar de los desafíos evidentes, la situación de la deuda española no es una condena inmediata. El análisis debe ser matizado por el contexto.
La deuda actual se acumula en un momento en el que gran parte de ella está en manos de instituciones supranacionales (como el Banco Central Europeo) o tiene un vencimiento a largo plazo, lo que mitiga el riesgo de liquidez a corto plazo. Además, el crecimiento económico excepcional de los últimos periodos ha tenido un efecto favorable: aunque el monto nominal de la deuda no se ha reducido sustancialmente, el denominador de la ecuación (el tamaño de la economía) ha aumentado. Esto significa que la proporción de deuda en relación con el Producto Interno Bruto ha disminuido, lo cual es el indicador clave de sostenibilidad. El crecimiento, por lo tanto, es la vía de escape más efectiva.
La clave no es solo crecer, sino crecer de una manera que genere superávit primario (ingresos superiores a gastos sin contar el pago de intereses). Para lograr esto, España necesita enfocarse en la eficiencia del gasto público y, más importante aún, en reformas estructurales que aumenten el potencial de crecimiento de la economía a largo plazo. Estas reformas deben centrarse en mejorar la productividad, reducir el desempleo estructural, invertir en capital humano y fomentar la digitalización y la sostenibilidad. Un crecimiento más fuerte y productivo genera más ingresos fiscales, facilitando el desapalancamiento.
El desafío de la deuda no es un problema sin salida, sino un gran obstáculo que impone disciplina. Obliga a las autoridades a ser extremadamente prudentes con el gasto futuro y a priorizar las inversiones que tendrán el mayor rendimiento económico a largo plazo.
Ahora bien, aunque la preocupación por la deuda pública española es legítima, es importante situar el problema en su justa dimensión global y comparativa. La deuda pública no es un fenómeno exclusivo de España; de hecho, es una característica dominante de prácticamente todas las grandes economías desarrolladas a raíz de las respuestas fiscales masivas a las crisis recientes. Países con economías robustas y mercados de bonos profundos, incluyendo a socios clave de España, mantienen pasivos públicos en niveles similares o incluso superiores, sin que ello haya colapsado su capacidad de crecimiento o su credibilidad.
Por lo tanto, si bien una deuda alta impone una carga y reduce la margen de maniobra, el riesgo más grave para España podría no ser su nivel absoluto, sino la persistencia de un crecimiento bajo de la productividad. Si España logra impulsar su crecimiento potencial a través de reformas y una gestión eficiente de los fondos europeos, la deuda se volverá gradualmente más manejable. Por el contrario, un estancamiento en la productividad, incluso si la deuda se redujera ligeramente, haría que el pasivo restante fuera mucho más pesado y peligroso.
El riesgo real es la baja productividad, que hace que cualquier nivel de deuda, por alto que sea, se sienta insostenible. El problema no es solo la cantidad adeudada, sino la capacidad estructural de la economía para superarla.
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