El flujo de remesas hacia América Latina y el Caribe ha sido durante mucho tiempo un pilar de estabilidad económica y un salvavidas esencial para millones de familias. A lo largo de los años, el dinero enviado por la diáspora regional ha roto récords de volumen, inyectando divisas fuertes que sostienen el consumo, financian la salud y la educación, y actúan como un amortiguador crucial frente a las crisis internas.
Sin embargo, detrás de estas cifras impresionantes, un fenómeno sutil, pero potencialmente preocupante, comienza a manifestarse: la desaceleración o lo que muchos denominan la "fatiga" en el ritmo de crecimiento de estas transferencias.
La preocupación no surge del cese de los envíos, sino de un cambio en su dinámica. Tras picos de crecimiento extraordinarios, a menudo impulsados por las ayudas gubernamentales en países de acogida como Estados Unidos durante la pandemia, el incremento anual de las remesas está volviendo a tasas más modestas. Esta moderación es un reflejo directo de la realidad económica en los países de origen, principalmente en el norte global. Cuando la economía de Estados Unidos o Europa comienza a enfriarse, los trabajadores migrantes, que en muchos casos ocupan empleos más vulnerables a los recortes, experimentan una disminución en sus ingresos, lo que inevitablemente se traduce en una menor capacidad para enviar dinero a casa o, al menos, para aumentar el monto enviado.
El riesgo para la región es doble. En primer lugar, la dependencia de las remesas es notablemente alta en varias economías pequeñas de Centroamérica y el Caribe, donde estos flujos pueden superar la cuarta parte del Producto Interno Bruto. Para estos países, una disminución abrupta o una ralentización significativa en el crecimiento del dinero enviado desde el exterior no es solo una preocupación estadística; es una amenaza directa a la estabilidad de los hogares y, por extensión, a la demanda interna y el equilibrio fiscal. El efecto es el de una onda que se propaga: menos dinero en los bolsillos de las familias se traduce en menor consumo, lo que impacta negativamente a los negocios locales y al dinamismo general de la economía.
En segundo lugar, esta desaceleración llega en un momento complejo para América Latina, una región que ha luchado con un crecimiento magro en los últimos años y enfrenta desafíos estructurales de larga data. La Cepal ha señalado que el consumo privado, un motor significativo del crecimiento regional, está perdiendo impulso debido a mercados laborales menos dinámicos a nivel local. En este contexto, la menor inyección de remesas actúa como un factor adicional de debilidad en la demanda externa, sumándose a las presiones ya existentes.
Para las familias, el efecto inmediato es un deterioro en su poder adquisitivo. Incluso si el monto nominal de la remesa se mantiene, la inflación en los países de destino, sumada a la potencial fluctuación de los tipos de cambio, puede erosionar el valor real de esos fondos. Esto obliga a los receptores a ajustar sus gastos, priorizando las necesidades más básicas como alimentación y salud sobre el ahorro, la inversión en pequeños negocios o la educación a largo plazo. La remesa, que antes podía significar un ascenso social modesto, se convierte en un simple subsidio de supervivencia, limitando su capacidad para generar un desarrollo económico más profundo y sostenible.
El problema es particularmente grave porque la vulnerabilidad de las remesas está íntimamente ligada a la salud de las economías donde residen los migrantes. Una posible desaceleración económica en los Estados Unidos, por ejemplo, representa el principal riesgo externo para la continuidad del flujo robusto de remesas hacia la región. Cualquier cambio significativo en la política migratoria o en el empleo de la diáspora tiene el potencial de sacudir los cimientos financieros de miles de comunidades latinoamericanas. La resiliencia de estos flujos se ha mantenido en gran medida gracias a la migración continua y al esfuerzo de los trabajadores que, incluso en tiempos difíciles, hacen sacrificios para apoyar a sus parientes.
En este panorama, la región se encuentra en una encrucijada. La "fatiga de las remesas" subraya la urgencia de diversificar las fuentes de crecimiento y de fortalecer las economías locales para reducir la dependencia de un factor externo sobre el que se tiene poco control. La estabilidad futura pasa por generar oportunidades internas y una resiliencia económica que no esté sujeta a los altibajos de los ciclos económicos de otras naciones.
A pesar de este análisis que destaca los riesgos de la desaceleración en el crecimiento, es fundamental considerar la perspectiva de que la madurez de los flujos migratorios y de remesas podría estar generando mecanismos de adaptación inesperados en los países receptores. Si bien la tasa de aumento es más lenta, el volumen acumulado de dinero sigue siendo históricamente alto, creando una base financiera estable. Más importante aún, la experiencia sugiere que las remesas, a diferencia de otras fuentes de financiamiento externo como la inversión extranjera o los préstamos, han demostrado una notable resiliencia durante las crisis globales, como se evidenció incluso durante los momentos más álgidos de la pandemia, donde solo se observó una caída temporal seguida de un repunte vigoroso. Este comportamiento indica que, en situaciones de emergencia o necesidad acuciante en sus países de origen, los migrantes priorizan el envío de dinero, incluso sacrificando su propio bienestar, lo que convierte a las remesas en un flujo de divisas más confiable y menos volátil que otros. El auténtico peligro podría no residir en la moderación del crecimiento, sino en la falta de políticas públicas que aprovechen esta estabilidad inherente para canalizar esos recursos hacia la inversión productiva en lugar de solo al consumo inmediato.
La moderación en el crecimiento de las remesas en América Latina exige una reevaluación urgente del modelo de dependencia económica. Si bien el alto volumen histórico ofrece una base estable, la fatiga de la expansión refleja la vulnerabilidad regional a los vaivenes de las economías del norte. Esta desaceleración erosiona el consumo familiar y debilita la demanda interna justo cuando la región requiere mayor dinamismo. La clave no reside en lamentar la tasa decreciente, sino en diseñar estrategias que transformen este flujo persistente y resiliente en capital productivo, impulsando la inversión interna y diversificando las fuentes de ingresos nacionales. El verdadero riesgo es la inacción ante la evidencia de que el salvavidas externo se está tensando, limitando el desarrollo a largo plazo.
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