La inflación ha emergido como uno de los desafíos más persistentes y multifacéticos de los últimos años. Sin embargo, lo que resulta particularmente fascinante es la divergencia en sus trayectorias y respuestas en dos de las economías más grandes e influyentes del mundo: Estados Unidos y la eurozona. Mientras que la economía estadounidense parece mostrar una notable resistencia ante las presiones inflacionarias, con un mercado laboral robusto y un consumo dinámico, la eurozona ha experimentado un respiro más evidente en el ritmo de crecimiento de los precios. 

Para entender esta dicotomía, es crucial examinar las fuentes originales de la inflación en ambos lados del Atlántico. Tras los choques globales recientes, tanto Estados Unidos como Europa experimentaron un aumento significativo de los precios, impulsado inicialmente por interrupciones en las cadenas de suministro y un repunte de la demanda post-pandemia. 

En Estados Unidos, sin embargo, el estímulo fiscal masivo implementado durante y después de la pandemia, combinado con una fuerte demanda de los consumidores, inyectó una cantidad considerable de liquidez en la economía. Esto se tradujo en un mercado laboral extraordinariamente ajustado, donde la escasez de mano de obra y el poder de negociación de los trabajadores contribuyeron a presiones salariales al alza, alimentando así la inflación desde el lado de la demanda. La resiliencia del consumo, impulsado por ahorros acumulados y un gasto público considerable, ha permitido a las empresas trasladar esos mayores costos a los precios finales sin una merma significativa en la demanda, manteniendo la inflación en niveles relativamente elevados.

En contraste, la eurozona, si bien también sufrió el impacto de las disrupciones en la oferta, enfrentó un desafío adicional y particularmente agudo: la crisis energética. La dependencia de la región de ciertas fuentes de energía, cuyo suministro se vio severamente afectado, disparó los costos de producción y de vida de manera drástica. Esta fue, en gran medida, una inflación impulsada por la oferta, por un choque externo que afectó directamente los costos de insumos esenciales para la producción y el transporte. Si bien también hubo elementos de demanda, su peso fue menor en comparación con el factor energético. La estructura del mercado laboral europeo, generalmente más rígida que la estadounidense, también implicó que las presiones salariales tardaran más en manifestarse y con menor intensidad que al otro lado del Atlántico.

Las respuestas de los bancos centrales han sido, lógicamente, un reflejo de estas dinámicas subyacentes. La Reserva Federal de Estados Unidos (Fed), ante una inflación que parecía tener raíces más profundas en la demanda interna y un mercado laboral sobrecalentado, adoptó una postura agresiva de aumento de tasas de interés. El objetivo principal era enfriar la demanda, reducir las presiones salariales y, en última instancia, llevar la inflación de vuelta a su objetivo. Esta firmeza se ha mantenido en el tiempo, incluso ante signos de desaceleración en algunas áreas, priorizando el combate a la inflación sobre otros posibles impactos en el crecimiento.

Por su parte, el Banco Central Europeo (BCE), si bien también elevó las tasas de interés, lo hizo con una calibración diferente, reconociendo la naturaleza en gran parte "importada" de la inflación en la eurozona. La preocupación era no estrangular una economía ya vulnerable a los altos precios de la energía y con un crecimiento más frágil. A medida que los precios de la energía se han moderado y las cadenas de suministro se han normalizado en mayor medida, el BCE ha podido observar una desaceleración más pronunciada de la inflación general, lo que le ha permitido adoptar un enfoque más gradual y, en algunos momentos, incluso contemplar una pausa o un pivote en su política monetaria, respirando con mayor alivio.

Ahora bien, tanto la Fed como el BCE han tenido que esforzarse por anclar las expectativas de precios, comunicando claramente su compromiso con la estabilidad y su disposición a tomar las medidas necesarias. Ambos han lidiado con la incertidumbre sobre la persistencia de los choques de oferta y la fuerza de los efectos de segunda ronda. La globalización, además, asegura que las presiones inflacionarias y las respuestas de política en una región puedan tener un efecto dominó en la otra, ya sea a través de los precios de las materias primas, las cadenas de valor o los flujos de capital. Una economía fuerte en Estados Unidos, por ejemplo, puede sostener la demanda global, beneficiando a los exportadores europeos, pero también puede mantener las presiones inflacionarias a través de los precios de los bienes importados.

Los contrastes, sin embargo, son los que realmente explican la "doble velocidad". La composición de la inflación, con un mayor peso de la demanda interna en Estados Unidos y de los choques de oferta externos en Europa, ha sido determinante. La flexibilidad del mercado laboral estadounidense ha permitido una transmisión más rápida y fuerte de las presiones salariales. La política fiscal expansiva en Estados Unidos contrasta con una postura generalmente más restrictiva o prudente en muchos países de la eurozona. Estas diferencias estructurales y de política han conducido a caminos divergentes en la lucha contra la inflación, con Estados Unidos mostrando una mayor tenacidad en la persistencia de los precios altos, mientras que la eurozona ha logrado una desinflación más rápida.

Claro que también la influencia mutua es innegable. Las decisiones de la Fed, al impactar el valor del dólar y los flujos de capital globales, repercuten en la eurozona. Un dólar fuerte, por ejemplo, puede abaratar las importaciones en Estados Unidos, ayudando a mitigar la inflación allí, pero encarecerá las importaciones denominadas en dólares para Europa, sumando presiones inflacionarias en la eurozona. 

De manera recíproca, la salud económica de la eurozona influye en la demanda global y, por extensión, en las perspectivas de crecimiento e inflación de Estados Unidos. Ambos bancos centrales monitorean de cerca las acciones del otro, ajustando sus propias estrategias en un delicado equilibrio.

Finalmente, podríamos argumentar que la "resistencia" de la inflación en Estados Unidos y el "respiro" en la eurozona no son necesariamente indicadores de una fortaleza o debilidad inherente de cada economía o de la superioridad de una política monetaria sobre otra. Es posible que la aparente resiliencia de la inflación estadounidense sea, en parte, un reflejo de una economía estructuralmente más dinámica y adaptativa, capaz de absorber los choques y trasladar los costos con mayor facilidad, lo que permite a las empresas y a los trabajadores mantener cierto poder de precios. 

En este sentido, una inflación que persiste a pesar de las alzas de tasas podría no ser solo un problema a combatir, sino también una señal de una economía con un mayor potencial de crecimiento y una menor sensibilidad a la contracción monetaria. 

Por el contrario, la desinflación más rápida en la eurozona, aunque bienvenida, podría ser un indicio de una economía con una menor capacidad de absorción de choques y una mayor vulnerabilidad a las contracciones, donde la demanda es más frágil y las presiones salariales son más contenidas no solo por la política monetaria, sino por factores estructurales inherentes.

Así, lo que a primera vista parece un éxito relativo en la eurozona, podría, paradójicamente, apuntar a desafíos de crecimiento más profundos a largo plazo en comparación con una economía estadounidense que, a pesar de su persistente inflación, demuestra una notable vitalidad.

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