El cobre, ese metal rojizo que a menudo pasa desapercibido en la vida cotidiana, es en realidad un pilar insustituible de la economía global. Sus propiedades únicas —su excelente capacidad para conducir electricidad y calor, su maleabilidad que permite moldearlo con facilidad, su resistencia a la corrosión y su infinita reciclabilidad— lo convierten en un material esencial para una vasta gama de industrias. Desde el cableado que ilumina nuestros hogares y oficinas hasta los componentes más intrincados de nuestros teléfonos inteligentes, pasando por las tuberías que transportan agua y los motores que impulsan maquinaria, el cobre es omnipresente. 

En el contexto actual, su rol es aún más crítico, siendo un elemento fundamental en la infraestructura de las energías renovables, desde las turbinas eólicas hasta los paneles solares, impulsando la tan necesaria transición energética mundial. Más allá de su valor material, la industria del cobre sostiene millones de empleos a nivel global y es una fuente vital de riqueza para muchas comunidades en todo el planeta.

En este complejo entramado global del cobre, Chile y Perú emergen como actores protagónicos. Chile ostenta el liderazgo mundial en la producción de este mineral, y el cobre representa una parte fundamental de sus exportaciones totales, además de contribuir significativamente a los ingresos del Estado. Los recursos generados por la venta de cobre han permitido a la nación austral acumular ahorros sustanciales y reducir su deuda externa, lo que subraya la directa correlación entre la salud del sector cuprífero y el crecimiento económico del país. 

Por su parte, Perú se posiciona consistentemente entre los principales productores de cobre del mundo. Para la economía peruana, la minería de cobre constituye una porción considerable de sus exportaciones totales, influyendo notablemente en su balanza comercial y en la generación de empleo. La importancia de ambos países no se limita únicamente al volumen de producción; su capacidad para influir en los precios internacionales y garantizar la estabilidad del suministro global les confiere un poder significativo en el mercado.

La reciente especulación sobre la posible imposición de aranceles al cobre chileno y peruano por parte de Estados Unidos ha encendido las alarmas en estas naciones latinoamericanas. Si bien el impacto exacto podría variar, las consecuencias potenciales dibujan un panorama de preocupación. Un arancel incrementaría el costo del cobre proveniente de Chile y Perú en el mercado estadounidense, restándole competitividad frente a otros proveedores o incluso a la producción interna de EEUU. Esto, a su vez, podría derivar en una disminución de las exportaciones a ese mercado crucial.

Frente a una menor demanda estadounidense, Chile y Perú se verían forzados a reorientar sus ventas, buscando nuevos mercados. Esta reorientación podría acentuar su dependencia de mercados ya consolidados como China, que ya absorbe una gran parte de su producción, o impulsar la búsqueda de nuevos socios comerciales en Asia, Europa o el Sudeste Asiático. Cualquiera de estos escenarios traería consigo un impacto directo y negativo en los ingresos fiscales de ambos países, dado que el cobre es una fuente esencial de financiamiento para sus presupuestos nacionales. Además, la incertidumbre generada por estas tensiones comerciales podría disparar la volatilidad en los mercados internacionales del cobre, desestabilizando las proyecciones de ingresos para los países exportadores.

La inversión en el sector minero también podría verse afectada. Las empresas mineras podrían optar por retrasar o incluso cancelar proyectos si perciben un riesgo creciente en la demanda o en la rentabilidad de las exportaciones de cobre. Para Chile, en particular, la imposición de aranceles podría colisionar directamente con su Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos, lo que desencadenaría disputas comerciales y la necesidad de complejas negociaciones diplomáticas. 

La justificación de Estados Unidos para la posible imposición de aranceles al cobre a menudo se basa en argumentos de "seguridad nacional". La idea es reducir la dependencia de fuentes externas de un mineral tan crítico para la defensa, la tecnología y la transición energética, con el objetivo de impulsar una "reindustrialización" interna. 

Sin embargo, esta postura encierra una profunda contradicción. Estados Unidos es, por definición, un importador neto de cobre y depende en gran medida del suministro proveniente de Chile y Perú. Simplemente no posee la capacidad actual para satisfacer su propia demanda interna sin estas importaciones. Un arancel, si bien encarecería el cobre importado, no garantiza un aumento significativo de la producción nacional en el corto plazo. De hecho, podría elevar los costos para las propias industrias estadounidenses que utilizan el cobre como insumo (como la fabricación de vehículos eléctricos o componentes electrónicos), haciéndolas menos competitivas a nivel global y potencialmente frenando su crecimiento en sectores que son clave para su futuro económico. Es una medida que, bajo la premisa de proteger, podría terminar perjudicando a sus propios consumidores y empresas.

Ahora bien, a pesar de las obvias preocupaciones y las complejas contradicciones que rodean la posible imposición de aranceles al cobre por parte de Estados Unidos, existe un argumento que merece ser explorado. Si bien a primera vista parece una amenaza directa, la presión ejercida por estos aranceles podría, paradójicamente, catalizar una transformación largamente necesaria en las economías de Chile y Perú. Al verse forzados a diversificar sus mercados más allá de la tradicional dependencia de los grandes compradores, estos países podrían acelerar el desarrollo de nuevas rutas comerciales y fortalecer lazos económicos con regiones emergentes. 

Más importante aún, la necesidad de mitigar el impacto arancelario podría incentivar una mayor agregación de valor al cobre dentro de sus propias fronteras. Esto significa ir más allá de la exportación del mineral en bruto o en concentrados, para invertir en la fabricación de productos de mayor complejidad y valor añadido, como cables especializados, componentes electrónicos o incluso tecnologías verdes que utilizan cobre. 

Esta diversificación productiva y exportadora, impulsada por la adversidad, no solo reduciría su vulnerabilidad ante las políticas proteccionistas de un solo país, sino que también sentaría las bases para una economía más resiliente y sofisticada a largo plazo, transformando un desafío inicial en un inesperado motor de desarrollo.

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