El comercio internacional, durante décadas, fue visto como un motor indiscutible de prosperidad. La idea era simple: permitir que cada país hiciera aquello en lo que era mejor y luego intercambiar esos productos libremente, reduciendo los costos para todos. 

Sin embargo, en los últimos años, hemos presenciado un giro dramático hacia el proteccionismo, una política que prioriza las fronteras y busca resguardar las industrias nacionales mediante barreras comerciales. Este cambio no es una simple disputa política; es una tendencia que, según muchos análisis, está sembrando las semillas de una desaceleración económica crónica y castigando la salud de los mercados financieros globales.

Para entender el daño, es crucial mirar la cadena de producción. El mundo moderno se construyó sobre la eficiencia. Un teléfono móvil, por ejemplo, utiliza componentes fabricados en decenas de países, aprovechando la especialización y el costo más bajo de cada región. Este sistema, conocido como fragmentación global de la producción, funciona mientras el comercio fluya libremente.

Cuando un país decide imponer aranceles, subsidios a sus industrias locales o regulaciones estrictas que dificultan las importaciones, lo que realmente está haciendo es encarecer esa cadena global. En un mundo que se fragmenta por presiones políticas, la lógica económica se invierte: todo se vuelve más costoso.

El proteccionismo genera una niebla de incertidumbre que aterra a los inversores. Las empresas, antes de invertir grandes sumas en una nueva fábrica o tecnología, necesitan tener una certeza razonable sobre dónde podrán vender sus productos y a qué costo podrán obtener sus materias primas. Las barreras comerciales —que pueden aparecer o desaparecer con un simple anuncio político— destruyen esa planificación.

Las empresas se ven forzadas a tomar decisiones subóptimas. Por miedo a que una crisis logística o una nueva sanción política interrumpan su suministro (un temor exacerbado por las experiencias recientes), las compañías optan por mover la producción a casa o a países "amigos". Este proceso, conocido como reshoring o friend-shoring, no se basa en la eficiencia de costos, sino en la seguridad política. El resultado es que la producción se desacelera o se vuelve más cara, y los márgenes de ganancia de las empresas disminuyen.

Los mercados de valores, que son esencialmente una apuesta sobre las ganancias futuras de las empresas, reaccionan con pesimismo. Una política proteccionista es vista como un freno al crecimiento de los ingresos corporativos globales. Las acciones sufren, pues el horizonte de crecimiento se ve limitado por muros artificiales.

El efecto más preocupante del proteccionismo es su contribución a la presión inflacionaria. Si la producción global se vuelve menos eficiente y los bienes se fabrican en lugares más caros (solo para evitar aranceles), el costo final que paga el consumidor se dispara. Esta inflación impulsada por los costos es particularmente nociva.

Históricamente, los bancos centrales tienen la herramienta de las tasas de interés para luchar contra la inflación. Sin embargo, en un entorno de fragmentación, su poder se ve limitado. Si la inflación se debe a que la producción es estructuralmente más costosa (por culpa de las políticas proteccionistas), un banco central puede subir las tasas hasta frenar la demanda por completo, causando una recesión severa, pero no resolverá el problema de fondo: la ineficiencia de la oferta. Se encuentran en un dilema imposible: combatir la inflación a costa de un profundo daño al crecimiento productivo.

Esta situación genera una desaceleración de la producción. Las empresas que ya enfrentan costos más altos debido a la fragmentación global dudan en expandirse. Menos inversión significa menos creación de empleo a largo plazo y una economía que se estanca. Es un círculo vicioso donde la desconfianza política frena la prosperidad económica.

Este escenario de bajo crecimiento, alta inflación y mercados bursátiles bajo presión tiene un impacto directo en el ecosistema digital. Los activos cripto, y Bitcoin como el líder de la clase, no están aislados de las corrientes macroeconómicas.

Cuando el mercado tradicional sufre y la liquidez global se retrae (porque los bancos centrales no pueden inyectar dinero tan fácilmente sin avivar la inflación), los activos de riesgo, como las criptomonedas, también se ven afectados. Si la confianza en el crecimiento se debilita, los inversores tienden a buscar refugios más tradicionales, retirando capital de los activos más volátiles. El proteccionismo, al minar la prosperidad global, indirectamente dificulta el crecimiento sostenido de los mercados digitales. La salud del sistema tradicional es un factor clave para la adopción y la valoración de las nuevas formas de dinero.

Aunque la visión predominante subraya que el proteccionismo genera ineficiencia y costos, existe un ángulo alternativo que merece consideración. La dependencia global extrema que se promovió en el pasado —la búsqueda del costo más bajo sin importar la ubicación— demostró ser demasiado frágil.

La crisis de la pandemia y los conflictos geopolíticos recientes evidenciaron que tener toda la producción de bienes críticos (como medicamentos o semiconductores) concentrada en un puñado de países crea vulnerabilidades existenciales. El proteccionismo, visto desde esta perspectiva, no es solo un mal económico, sino un movimiento hacia la seguridad y la resiliencia.

Al relocalizar ciertas industrias clave, un país sacrifica algo de eficiencia y acepta costos más altos a corto plazo, pero a cambio compra estabilidad y autonomía a largo plazo. Este cambio busca asegurar que, ante cualquier shock global futuro, la nación pueda garantizar el suministro esencial a su población sin depender de las complejas y, a veces, hostiles dinámicas internacionales. La salud de una nación, bajo esta óptica, exige una dosis de autonomía económica, aunque esto suponga un desafío para los mercados acostumbrados a la máxima eficiencia global.

El proteccionismo fragmenta la economía, elevando los costos y desatando una inflación crónica difícil de controlar. Este escenario estrangula la producción y debilita la capacidad de los bancos centrales para inyectar liquidez y estimular el crecimiento. Al reducirse la prosperidad global y la inversión, la aversión al riesgo se dispara. Con el capital buscando seguridad en refugios tradicionales, Bitcoin no escapa a estas presiones. Las criptomonedas, como activos volátiles, sufren una retirada de capital, viendo obstaculizado su crecimiento sostenido por la incertidumbre y la contracción del mercado tradicional.

Aclaración: La información y/u opiniones emitidas en este artículo no representan necesariamente los puntos de vista o la línea editorial de Cointelegraph. La información aquí expuesta no debe ser tomada como consejo financiero o recomendación de inversión. Toda inversión y movimiento comercial implican riesgos y es responsabilidad de cada persona hacer su debida investigación antes de tomar una decisión de inversión.