Durante décadas, el mundo se subió a una ola imparable: la globalización económica. ¿Qué significa eso? Pues que el comercio entre países empezó a quitarse las barreras, reduciendo las fricciones como si de mantequilla se tratara. Esto, a su vez, provocó una centralización brutal de la producción. Las fábricas, cual imanes, se fueron a los rincones del planeta donde las condiciones eran ideales, es decir, donde los costos eran de risa. Un sistema que, con todos sus riesgos sistémicos bajo el brazo, logró su cometido: bajar los precios y disparar la producción. Y como si fuera poco, les puso la alfombra roja a los bancos centrales para que mantuvieran las tasas de interés por los suelos. Esta inyección masiva de liquidez, al unísono con la producción global, fue el caldo de cultivo perfecto para un boom especulativo en los activos financieros. ¡Un verdadero festival!
Pero, como en toda buena fiesta, la resaca llegó, y lo hizo con la fuerza de un huracán después de la pandemia. Las cosas comenzaron a desmoronarse, y lo vivimos en carne propia. En primer lugar, la producción centralizada nos mostró su lado oscuro. ¿Recuerdan la escasez de chips? Esa pequeña falla en la Matrix causó un terremoto en la industria automotriz y en un sinfín de sectores. La falta de un componente tan diminuto provocó una ola inflacionaria que nos dejó a muchos con la boca abierta y sin carro nuevo. Fue un recordatorio contundente de lo vulnerable que puede ser un sistema donde todo pende de un hilo en un par de lugares del mundo.
Y por si fuera poco, le sumamos el ingrediente político. Los vientos han cambiado, y ahora soplan con fuerza las velas del proteccionismo y el aislamiento. Los políticos, cual guardianes de sus fronteras, han adoptado una postura de "cada quien en su casa y Dios en la de todos". Esto es un retroceso, sin duda, en el proceso de globalización. La consecuencia directa es la construcción de muros, no solo físicos, sino también comerciales, que generan fricciones y barreras entre las naciones. ¿El resultado? Una producción más fragmentada, más dispersa. Esto, desde el punto de vista del riesgo sistémico, puede sonar más seguro: si una parte falla, no se cae todo el castillo. Pero la otra cara de la moneda es un aumento de los precios y una reducción de la producción. Y esto, a su vez, le quita margen de maniobra a los bancos centrales para inyectar liquidez a los niveles estratosféricos que veíamos antes. En teoría, esta es una mala noticia para Bitcoin, ¿verdad?
Aquí es donde la cosa se pone interesante y, a la vez, un poco contradictoria. Por un lado, sí, la desglobalización, con sus muros y fricciones, podría ralentizar el comercio internacional y, en principio, reducir la necesidad de una moneda global y sin fronteras como Bitcoin. Si el comercio se fragmenta, si cada país se mira el ombligo, ¿dónde encaja una red descentralizada que busca conectar al mundo? Parecería que la tendencia nos empuja en dirección contraria a lo que Bitcoin promueve: una economía sin barreras, sin intermediarios, sin necesidad de permisos.
Sin embargo, aquí viene el "pero" que le da la vuelta a la tortilla. Precisamente esas fricciones, esos muros que se levantan, aunque aceleran el comercio internacional en ciertas áreas, también crean un terreno fértil para que las formas de pago alternativas cobren una importancia capital. Si el sistema tradicional se vuelve lento, costoso y burocrático debido a la fragmentación, ¿qué opción queda? Pues una que no pida permiso, que no tenga fronteras, que opere 24/7 sin importar las decisiones políticas o los caprichos de los bancos centrales. En este escenario, Bitcoin, con su naturaleza descentralizada y su capacidad para sortear barreras, podría convertirse en el héroe anónimo que resuelve los problemas de liquidez y transferencia de valor entre países o incluso dentro de ellos, cuando las vías tradicionales se obstruyen.
Entonces, la fragmentación, esa desglobalización de la que tanto se habla, tiene efectos mixtos para Bitcoin. Por un lado, puede parecer un viento en contra para su aspiración de ser una moneda global universal. Pero por otro, la misma complejidad y las nuevas fricciones que genera el sistema tradicional podrían empujar a más personas y empresas a buscar soluciones eficientes y sin censura. En un mundo que se fragmenta, la utilidad de una moneda verdaderamente independiente y sin fronteras podría brillar con más fuerza que nunca. Es como si el problema de uno se convirtiera en la oportunidad del otro. El tiempo dirá si la desglobalización termina siendo el muro o la rampa de lanzamiento para el verdadero potencial de Bitcoin.
Ahora bien, no todo es blanco o negro en este ajedrez global. Un contrargumento válido es que, aunque las fricciones aumenten, el volumen total del comercio internacional, aunque más fragmentado, seguirá siendo inmenso. Las grandes corporaciones y los estados seguirán prefiriendo la estabilidad y la familiaridad de los sistemas financieros tradicionales, por muy engorrosos que se pongan. Bitcoin, por su volatilidad y su relativa juventud, todavía es visto por muchos como un activo especulativo más que como una divisa de uso masivo para transacciones internacionales de gran escala. La infraestructura necesaria para que Bitcoin compita a ese nivel aún está en pañales si la comparamos con el sistema Swift o las redes de bancos centrales.
Sin embargo, la desglobalización no mata la necesidad de intercambios, solo la transforma. Es en los nichos donde Bitcoin podría encontrar su verdadera fortaleza. Países con capitales restringidos, poblaciones sin acceso a la banca tradicional o aquellos que buscan escapar de la inflación descontrolada en sus propias monedas fiat, verán en Bitcoin una válvula de escape. Además, la digitalización imparable y la creciente conciencia sobre la privacidad financiera son vientos a favor que no dependen de la globalización. Bitcoin podría consolidarse como una herramienta esencial para estos grupos, un refugio para el valor y un medio de intercambio que trasciende las fronteras impuestas por los gobiernos. La desglobalización no limita su potencial, sino que quizás lo redefine, orientándolo hacia un papel más específico pero igual de crucial.
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